El proceso de escritura de una novela es siempre un misterio. Si realmente soy sincero conmigo mismo, no tengo ni idea de cómo he escrito Los solitarios. Tendría que revisar mis libretas y mis anotaciones, y tratar de descifrar como llego a cada idea, y como cada idea surge por otras ideas, y a su vez las modifica, y así constantemente, hasta que al final dices: basta, ya no sé si estoy cambiando la historia para mejor. A veces, empezar a escribir una novela es como empezar a leerla. Siempre me pongo nervioso cuando empiezo una historia. Es como abrir una puerta a una pequeña casa. Abres la puerta, entras. No sabes lo que te vas a encontrar.
Para mí, como escritor, lo más importante es mantener a flote esta sensación. Yo me debo a una novela, a una historia, a una misteriosa sucesión de ideas que crecen como las raíces de un árbol. No me debo a la novela histórica o al thriller. La sinfonía del tiempo no seguía las reglas del genero histórico ni Los solitarios las del thriller. Lo que busco es ir allá donde haya una gran historia por contar. Algo poderoso que me llame, que me coja con tan desmesurada fuerza que durante dos o tres años sea incapaz de dejarlo. El género, el tono, el estilo, los escenarios, la época, sólo son instrumentos, piezas con las que jugar en el inagotable tablero de la escritura. Ayer fue novela histórica, hoy thriller contemporáneo, mañana quien sabe. Entiendo que hay que clasificar las novelas, ordenarlas por tipo, pero en mi mundo no existen los géneros, simplemente existen historias diferentes. Los solitarios lleva en la faja la palabra thriller porque el mundo editorial necesita clasificar los libros. Pero si siguiera las pautas del género tendría una trama mucho más frenética, una mayor cantidad de giros y técnicas de entretenimiento, no se centraría tanto en los personajes, ni tampoco tendría juegos metaliterarios. Correría mucho más. Se detendría menos y haría pensar menos. ¿Esto lo convierte en un thriller o simplemente en una novela? Hiperclasificar la literatura es peligroso. Podría llegar un momento en que los lectores no acepten lo que se salga del género, lo que siga otras reglas, lo que sea híbrido o lo que es lo mismo, una novela a secas. De pasar esto, sería muy triste y empobrecedor para los libros.
Los solitarios me ha requerido casi tanto trabajo de documentación como mis anteriores novelas, que transcurrían en tiempo remotos. No he estudiado sobre otras épocas, pero sí lo he hecho sobre personas y sobre tendencias sociales, sobre filosofía, ciencias, arte o cualquier cosa que forme parte de la historia. Los solitarios es una novela sobre personajes, que proceden de realidades muy diferentes. Psicologías, culturas, vidas, formas de ver el mundo muy dispares. Hay un inmigrante senegalés. Hay un político ruso y narcisista. Un matrimonio neoyorkino. Una mujer inglesa con un trastorno de la memoria. Un veterano alcohólico de la guerra de Afganistán. Una mujer mexicana con un coeficiente intelectual superior a la media. Y la singular pareja de inspectores, la vasca y joven Emeli Urquiza y el misterioso Francis Thurmond. Los personajes de esta historia tenían que estar desnudos. Tenían que ser como somos todos de puertas hacia dentro. Con todas esas rarezas y peculiaridades de eso que llamamos normalidad. Esto parece una obviedad, pero hacerlo realmente bien requiere un grandísimo trabajo. De serie, yo no llevo a diez personas dentro. Y sin embargo, este libro me lo ha exigido. Me ha dicho: si quieres escribirme antes métete dentro a otras diez personas. Métetelas de verdad. Conócelas a fondo. Esto me ha resultado muy exigente. He hecho uso de todas las herramientas disponibles de documentación. A veces se necesita más creatividad para pensar en como escribir la novela que para escribirla en sí.
Nunca imaginé que llegaría a una situación como ésta, después de publicar con éxito mis dos primeras novelas, La mujer del reloj y La sinfonía del tiempo. Me siento un grandísimo afortunado por saber que hay tantos lectores interesados en lo que escribo. Así que permitidme aprovecharlo al máximo, sin miedos y sin prejuicios, sin mordeduras en la lengua, allá donde me lleve la el misterioso empuje de la escritura.