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Gastón Segura

15/11/2021@08:16:38

Para evitarme decepciones no suelo asistir al teatro. No es un defecto de la escena, sino un gaje de la memoria, porque el teatro, en su inmediatez, requiere, como exigió siempre su pariente, el circo, acudir con la emoción y la ingenuidad recién planchadas, tal que si fuesen la corbata o los pantalones; de otro modo, no funciona. Mientras que yo, apenas se alza el telón y atisbo el primer titubeo, comienzo a morder aquel malvado latiguillo de Eugenio D’Ors sobre el tufo de sus calcetines.

No se me ocurrirá negar la dosis de publicidad de este artículo, dedicado a Una novela que comienza (1941), de Macedonio Fernández, por fin editada en España por Drácena, cuando me ha correspondido añadirle un extenso epílogo.

Mientras se publica este par de páginas, se cumplirán exactamente los cien años del nacimiento de Carmen Laforet. Supongo que por algún suplemento literario —pues suelen editarse los sábados acompañando a los periódicos— estarán sobradamente informados sobre esta singularísima novelista española.

Sobre la insolencia con que han interpretado algunos el discurso de investidura como presidente de la república del Perú del maestro rural Pedro Castillo, a mí, en cambio, me asombró su obcecación con la paradoja que cometen cuantos proclaman que todos los males del Continente derivan de la colonización española, insinuando de paso que en la época precolombina todas las naciones americanas compartían un ameno bucolismo sobre el feraz territorio, algo que corroboró Castillo al afirmar: “nuestros antepasados encontraron maneras de resolver los problemas y de convivir en armonía con la rica naturaleza”.

Intento leer un artículo de Michael Löwy en Letras libres sobre las ideas políticas de Walter Benjamin, pero me resulta imposible, porque mi imaginación, azuzada por este tiempo vacacional, se escapa hacia abril de 1932, cuando el sabio berlinés desembarcó por primera vez en Ibiza, invitado por los Noeggerath, dónde escribió sus siete cuentos y residió, hasta bien entrado el mes de julio, en una modesta masía, sin luz ni agua corriente, en el paraje, llamado en el catalán local, “La punta del molino”, al otro lado de la bahía de San Antonio.

Aunque se haya cumplido un par de domingos desde que en el programa de la 2, de RTVE, “Imprescindibles”, emitieron el documental biográfico Descubriendo a José Padilla (2021), de Susana Guardiola y de mi amiga Marta Figueras, todavía me divierte la sospecha de que este personaje, contra la abrumadora cotidianidad de sus melodías, resultó un auténtico descubrimiento para la mayoría de quienes, con toda intención o por mera casualidad, se entretuvieron ante este benemérito film. Porque hoy, cuando se presume en cualquier bar, con esa bochornosa sentenciosidad que imprime el exceso del alcohol a las tantas de la madrugada, de conocer las intimidades más escabrosas de este o de aquel rockero o sobre cómo, dónde y por qué se grabó un celebérrimo long play, muy pocos —acaso solo los músicos de orquesta, o los de los conjuntos de baile o, por supuesto, los de las muy populares bandas de nuestro país— recuerdan quién fue José Padilla.

Cuando lean estas líneas, seguramente se estará conmemorando el luctuoso centenario de la matanza de Tulsa, mencionada a menudo desde el crudelísimo asesinato de George Floyd, el año pasado, en Mineápolis, o quizás ustedes acaben de ojear en su periódico de cabecera que también se cumple idéntica efeméride del nacimiento de Alida Valli, aquella actriz que dejó con un palmo de narices a Joseph Cotten, en la alameda central del cementerio de Viena. Y mientras sopesaba si decantarme por uno u otro señalado cumpleaños o tal vez buscar un tercer asunto más literario como argumento para este par de páginas, supe que el próximo diez de junio se estrenará comercialmente Fellinopolis. Ya no me cupieron dudas: ante el prodigioso Federico Fellini, todo lo demás, por muy respetable que sea eso de exhibir un siglo a cuestas, se me antojaba secundario.

Autor de Los invertebrados

Ahora que se cumplen diez años del movimiento 15-M, Gastón Segura publica la novela sobre lo que ocurrió en aquellos días. Los invertebrados es un retrato sobre unos acontecimientos que pudieron haber cambiado la historia de nuestro país, pero que al final se han quedado en agua de borrajas, aunque nuestro novelista opina que el espíritu del 15-M todavía anima “de alguna manera” al partido Más Madrid.

Por supuesto que ya me rondaba el asunto pero no encontré el pretexto para acometer estas líneas hasta que leí en Scherzo la entrevista de Franco Soda a la directora —por primera vez una mujer y en absoluto nombrada por su sexo; es decir, para cubrir la llamada en Italia cuota rosade la Bienal de Música Contemporánea de Venecia, Lucia Ronchetti. El empeño de esta compositora ha consistido en convertir el ya sexagenario certamen en una extraordinaria muestra de piezas vocales, con estrenos de Kaija Saariaho, de Sergej Newsky o de Francesco Filidei, y además, sacarlo de su caracterizado Arsenale hacia otros ámbitos más tradicionales y regios como el Teatro Malibran, La Fenice o la Fundación Cini, para atraer a ese amplio público susceptible de acudir a un concierto, pero absolutamente remiso a la música contemporánea.

Habrán advertido que la imagen más insólita de la muy pasmosa —por veloz, claro— caída de Kabul bajo los talibán, es aquella donde estos se muestran ajenos al gran problema que está quebrantando la economía mundial: la covid-19.

Supongo que se habrán enterado de que se acaba de cumplir el centenario del Desastre de Annual y, claro, de las largas y hondas repercusiones que aquella matanza de soldados españoles tuvo en la política y, como consecuencia, en la historia del país. Valga recordar que la más inmediata fue, ante la divulgación desde las Cortes del escarnecedor “Expediente” del general Picasso, el pronunciamiento y luego dictadura del capitán general de Cataluña —por cierto, especialmente alentado por la patronal del Principado; esa misma que ahora figura tanto en los periódicos—, Miguel Primo de Rivera. Tal hecho no solo concluirá con la llamada Restauración, iniciada por Cánovas en 1875, sino hasta con la monarquía que había repuesto. Pues Alfonso XIII —como estos días les habrán recordado las crónicas— estaba desventuradamente unido a las improvisaciones y chapuzas que propiciaron aquella sangría y, por descontado, se convirtió en tan adepto a la autocracia proclamada como salvavidas por aquel simpaticote general jerezano, que su trono no pudo sobrevivirla.

Este año, si la escurridiza y contumaz variante Delta lo permite —algo sobre lo que ni yo ni gobierno alguno estamos seguros—, la populosa feria del libro de Madrid se inaugurará en septiembre. Por supuesto, más allá de aprovechar los últimos días de largas y perezosas tardes, y más allá de disfrutar la tibieza que los acompaña; incluso más allá de que los grandes editores y los autores de relumbrón estén disponibles para este auténtico salvavidas de las librerías madrileñas antes de que otros certámenes los reclamen para Frankfurt, para Guadalajara o para qué sé yo adónde… En fin, que más allá de todos esos considerandos que convierten a la fecha en idónea, sucede, además, que septiembre es el mes de los regresos. ¿Y qué será esta feria del libro sino un clamoroso regreso?

Gastón Segura hubiese querido para la presentación de su libro “Los invertebrados” tener a su lado a Esperanza Aguirre, personaje de su novela que no queda bien parada en sus páginas, esta ex política madrileña que tiene una gran visión cómica como demostró en un antiguo programa del Gran Wyoming al ponerse aquellas gafas de sol, no quiso presentarse al evento y los editores tuvieron que encontrar un sustituto de altura, Héctor de Miguel, salmantino de cuna y amante de los madriles, muchos lo conocerán como Quequé, persona de gran vis cómica, como demostró en la presentación, y lector atento y documentado.

Me ha costado escribir esta nenia a José Manuel Caballero Bonald, porque la prensa durante estos días ha publicado, bien por el conocimiento de su prolija obra o bien por la cercanía con el escritor jerezano de sus autores, necrológicas muy notables y mucho más enjundiosas de cuanto acertase yo a decir. Y por otra parte, disponiendo de esta página, me resistía a dejar pasar una ocasión tan crucial como su fallecimiento, sin recordar una intención que adiviné durante la lectura de una de sus novelas, y que luego he encontrado explicada en alguna de sus entrevistas donde se abordaba ese empeño directa o tangentemente, mientras que en la actual narrativa de nuestro país tal propósito de Caballero Bonald parece rechazado si no es ya perseguido con un silente encono, por mucho que todo el universo libresco español se haya deshecho la semana pasada en elogios y en otros ditirambos laudatorios a su figura.

Hace aproximadamente un año, en esta misma página les dejaba un artículo titulado “Los libros de viajes”. Trataba del auxilio que les prestaría este género ante la privación de todo tipo de excursiones que se nos vino encima con las restricciones de la epidemia, y para el caso les recomendaba algunos títulos, subrayando un par de ellos por colosales: La descripción de Grecia (s. II d. C.) —o también conocido como Los viajes de Pausanias— y El periplo (entre 1350 y 1368) —en España, titulado A través del Islam—, de Ibn Battuta, el Tangerino; tomazos que fueron ignorados hasta el s. XIX, pese a constituir enormes —y hoy imprescindibles— corografías para historiadores y arqueólogos; el primero, de la Grecia Clásica —ya en su romanizado declive—, y el otro, de los sucesivos reinos musulmanes, desde el Mediterráneo hasta las ensoñadas islas de las especias, con un largo retorno por la reverberante y estremecedora soledad del Sahara.