Las enfermedades raras son cada día menos raras en la literatura. Muchos lectores conocen el síndrome de Asperger gracias a "El curioso incidente del perro a medianoche; Rarity" nos descubrió la fragilidad de los vasos sanguíneos del síndrome de Ehlers-Danlos; "La lección de August" se llevó al cine con el título Wonder, multiplicando la visibilidad de aquel niño con síndrome de Treacher Collins que acudía al colegio con un casco de moto; y la adorable "El chico que amaba demasiado"Sín nos abrió una ventana al síndrome de Williams y a su exceso de oxitocina, también conocida como la hormona del amor.
¿También el amor puede hacer daño? Cuesta creerlo, pero hay que saberlo. Porque lo que no se conoce no se cura.
Este es el lema de la Fundación Síndrome de Dravet. En España la componen un puñado de padres y madres y hermanos y abuelas y otros familiares y amigos que luchan para que el mundo conozca esa enfermedad rara que les ha cambiado la vida, para que nos conmovamos y les echemos una mano con los costes de la investigación, y también para favorecer los diagnósticos precoces. Lo que no se conoce no se cura, repiten a cada momento. Conoce a mi hijo, a mi hija, es un ser maravilloso, un ser único.
Yo conocí a Raúl en una viña. Hacía tiempo que quería escribir una novela ambientada en mi tierra, La Rioja. Sólo faltaba esa chispa creativa que te hace pensar: aquí hay una historia que merece ser contada. Un buen día, mientras mostraba a unos amigos de fuera la belleza del paisaje rojo y ocre que estalla después de la vendimia, vi entre las cepas a un niño que jugaba con su abuelo. Destilaban tal sensibilidad que quedé atrapado, no podía dejar de mirarlos. Entre tanto, la madre, que había sido compañera del colegio de mi mujer, se acercó a nosotros. Así me enteré de que Raúl padecía síndrome de Dravet. Y así nació "A merced de un dios salvaje". Aquel niño no fue solo la chispa creativa, fue un foco potentísimo que iluminó el largo camino hasta la publicación de la novela, y que sigue iluminando las ya cuatro ediciones de esta aventura compartida.
El síndrome de Dravet es una dolencia terrible que se manifiesta en crisis epilépticas constantes desde el primer año de vida. En algunos casos, estos niños sufren varios ataques cada noche. Cualquier tipo de epilepsia acarrea un coste emocional que supera al de otras enfermedades, por lo que tiene de tormenta cerebral y de inmersión temporal en una dimensión paralela y desconocida; pero, en este caso, se une además la edad de los pequeños. Pero lo que me hizo convertir a Raúl en protagonista de la novela no fue la tragedia, sino la épica. Frente a una enfermedad así hay dos opciones: hincar la rodilla y desesperarte, o bien luchar para salir adelante, sin venirte abajo pensando en lo difícil que va a ser superarla. Esto último era lo que hacían Piluca y José, los padres del Raúl de carne y hueso que inspiró al de la ficción, quienes me abrieron su casa y sus corazones para que comprendiera lo que es vivir –luchar y amar– en el reino de la tormenta.
Ellos, y otros padres de la fundación, aman a sus hijos tal y como son, pero saben que sería maravilloso –e igualmente heroico– amar normal. Amar después de desayunar, de camino a un colegio en el que sus hijos no llamasen la atención. Amar con una cerveza fría mientras sus hijos ríen con sus amigos en una tienda de campaña montada en el jardín. Ellos, y esos otros padres, se han aficionado a la tecnología a base de buscar cualquier ingenio que reduzca el tiempo de respuesta a las crisis: receptores de sonido sobre la mesilla, detectores de sacudidas bajo el colchón, bandas para el pecho que envían un mensaje al móvil cuando perciben una subida repentina del ritmo cardíaco…
Quiero creer que la novela está llena de giros y sorpresas. Pero el alma del libro, ese algo que lo convierte en único, es una enseñanza que he extraído del propio Raúl y de los demás niños y niñas que han inspirado al personaje. Después de los ataques apenas se acuerdan de nada. Se quedan hechos polvo, pero para ellos no hay reminiscencias de un ayer terrible ni, por lo tanto, miedo a que se repita en un mañana igual de terrible. La mayor parte de la gente pensamos en abstracto. Nos pasamos la vida anticipando mentalmente desgracias que lo más probable es que nunca lleguen a ocurrir, pero que, entre tanto, nos amargan la existencia. Ellos se mueven por acciones cortas y sencillas. De ahí sus sonrisas de inocencia, y también sus apegos a las rutinas –a Raúl le da por el balón y el álbum de la FIFA–. Podría decirse que viven el momento y que, en ese sentido, son libres.
El Raúl de carne y hueso y el Raúl protagonista son dos personas diferentes. Uno y otro son únicos, como lo somos todos. Pero si algo tienen en común, ellos y cada niño que lucha por abrirse camino en este mundo apasionante pero a veces difícil, es que no dejan de brillar. Por eso quiero aprovechar este Día mundial de las enfermedades raras para animaros a que, dejándoos llevar por la magia de los libros o por cualquier otra vía, os asoméis a las vidas llenas de luz que hay detrás de esos males de nombre difícil de pronunciar.
Ya nunca más diremos: lo que no se conoce no se cura. A partir de ahora, el grito de guerra será: lo que se conoce, por fin, se está curando.