Sólo los que nunca han caminado por un bosque el tiempo suficiente piensan en la naturaleza como una fuerza benéfica y maternal. Cuando empieza a anochecer, cuando el clima comienza a cambiar lenta e imperceptiblemente, gestando una tormenta, atisbamos la cara cruel de la montaña y los terrores del mar. Entonces corremos a nuestras casas con luz eléctrica, rodeadas de previsible hormigón, y cerramos las puertas, dejando fuera a estos fantasmas. La humanidad se ha amontonado en ciudades, como animales recién nacidos buscando el calor del resto de la camada, por el mismo motivo que éstos; tratando de sobrevivir y de espantar el miedo. Hubo una época extrañamente cercana, en la que éramos menos numerosos y teníamos menos poder, en la que temimos a la naturaleza por encima de todas las cosas. Era imposible escapar a ella, se metía por las puertas y las ventanas, y sus criaturas no podían ser vencidas, sólo apaciguadas con ofrendas, regalos, flores, canciones o maleficios.