No hay nada más inabarcable en este mundo que intentar satisfacer a la propia insatisfacción y, a través de ella, ordenar todo aquello que desaparece una vez que lo hemos conseguido, por muy nimia que sea la meta, y, con ello, tratar de calmar esa llama que no para de arder y atormentar a nuestro espíritu. Llama infinita que sólo conoce el consuelo de la creación cuando se vuelca en una hoja en blanco; un espacio, en el que, por cierto, Emily Dickinson se rebeló contra la oscuridad del universo.