Hace unos veinte días supe por un noticiario que los indios de Chiapas se habían revuelto y habían asaltado algunos dispensarios médicos, una clínica y hasta un ayuntamiento con una cólera ciega y antigua. Al parecer, todo se debía a una funesta confusión: las autoridades estatales estaban fumigando los pueblos contra un previsible brote de dengue, y los indios chiapanecos, tan escarmentados y recelosos por siglos de vejaciones y desengaños, sospecharon de aquellas vaporizaciones por sus calles como la causa de los primeros e inexplicables muertos por la covid-19. Faltó solo un cizañero bulo por las redes sociales, para que la desinfección se interpretase ya sin vacilaciones como otra artimaña de los ladinos —los blancos— con la que propagar esa nueva y extraña epidemia para exterminarlos de una vez por todas. De inmediato, estalló la furia.