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reseña de teatro

11/01/2024@17:17:00

Guardamos en el olvido aquello que nos resulta escabroso, violento, roto, punzante, doloroso, amarillento. Esas acciones con las que cada día nos ilustran los telediarios sobre asesinatos, violaciones, secuestros,… y más cuando son perpetrados por menores de edad, por púberes, aparentemente, sin conciencia, por madres que rechazan a sus hijos, por padres que fuerzan a sus hijas. Terrible.

Elizabeth Siddal no estaba segura de nada. Ni siquiera de que abril fuera el mes de las lluvias. Fue arrinconando silencios y miradas para los retratos que le hicieran.

El señor Scrooge es un renegón y, posiblemente, tenga úlcera de estómago. Y se despierta después de haber dormido mal porque no le gusta dormir bien, sería una traición a su espíritu despotricador. Tiene una tienda y un único empleado, demasiado bueno y demasiado pobre, el pobre.

Ser activista a carta cabal. Pero cometer errores. Denunciar, pelear, ofrecer lo mejor de sí mismo y conseguir la gloria, mas no los objetivos previstos. Intentar recoger el amor y sembrar también llanto.

La campanilla suena. El ritual comienza, en un oscuro negro de escenario y vestuario. 13 Tongues saldrán a escena. 13 Lenguas, 13 cuerpos, 13 lunas.

En un momento podemos pasar de la alegría y llanto y de las penas a la risa. Y no siempre depende de la suerte. Sino que esta, la alegría, hay que trabajársela igual que si fuera una historia con final abierto, a expensas de lo que estemos sintiendo en el desenlace del destino.

Juan Goytisolo, en su obra España y los españoles (editada por Lumen en el año 1969) cuando habla de Hermingway nos dice que para él la interpretación de las corridas de toros son un acto, fundamentalmente de orden religioso, cuando un hombre (el torero) se rebela contra la muerte, porque en ese acto asume el tributo divino de dispensarla, haciendo del torero un émulo de Dios.

Gente de bien, gente corriente, unos junto a otros, en soledad, sin libertad, mal viviendo en muchos casos y, a veces, no nos damos cuenta que todo conduce hacia la muerte.

Vida y senectud. Cada vez nos vamos acercando más a ella, a no ser que algún accidente o enfermedad dé al traste con nuestros planes de envejecer. Bueno, planes no, porque a nadie le gusta llegar a la eufemística tercera edad, (¿por qué tercera, si en realidad, es la primera por orden de intervención?), y que te cedan el asiento en el metro o una voz de soslayo te diga, “déjame a mí, que tú ya no estás para estos trotes”.

Gestos. Estoy paralizado, pero no tengo sensación de paz. Es inquietud. Es el silencio que se repite después de las palabras. Son los gestos que no acompañan, necesariamente, al texto, a lo aprendido, a lo asimilado, al ritmo del corazón.

Las relaciones entre artista y musa siempre han dado mucho que hablar, pero si nos atenemos sólo a esta premisa no habremos entendido la sentida actuación de María Giménez de Cala en el papel de Elizabeth Siddall, la mujer que aparece sumergida en el famoso cuadro prerrafaelista de Millais, Ophelia, y que dijo: «El amor de una mujer nunca es breve».

La mirada de la máscara. Que parece impersonal y sin vida, pero es todo lo contrario.

Cervantes no ha muerto. Sigue y continuará vivo por los siglos de los siglos venideros, donde nuevos lectores se adentrarán en sus personajes y llegarán a creer que un día fueron ciertos y existieron.

Hay tragedias insondables, que vienen desde la época helenística desgarrando corazones, acumulando venganzas, provocando incendios sentimentales, incestos, mitos, rencores, oráculos invisibles que conducen a un destino insoslayable.

Bécquer y los gorriones. Leer a Bécquer. Sentirlo en su conocimiento. Conocerlo en su sentimiento. Desesperados versos románticos aquí dichos, interpretados, cantados, musicados, con la elegancia del teatro, con la sensibilidad de la poesía, con la emoción de la música, con la fuerza de las palabras.