Una casualidad demasiado sospechosa pide siempre ser interpretada como causalidad. Por ejemplo, la de que el populismo prospere exactamente a la misma velocidad que la cultura desfallece. Sabemos que existe una vieja pugna del arte y del pensamiento con las fuerzas ultraconservadoras, que no es en absoluto privativa de la historia de España, aunque aquí ha resultado especialmente feroz. Basta evocar la cerril proclama de un clérigo servil dirigida a Fernando VII: “Lejos de nosotros, señor…” Y lo que sigue. Aunque sabemos que la cita atribuida no es exacta.
Autor de “Muerte de atlante”
Rafael Balanzá acaba de publicar la novela “Muerte de atlante”, un thriller psicológico que se desarrolla en medio del océano Atlántico. El comienzo de esta obra no puede ser más impactante. En un barco que se dedica a filmar el fondo marino en busca de restos del continente de la Atlántida, aparece una de las seis personas que van en el barco muerta en su camarote. Desde ese momento, todos son sospechosos y desconfían entre ellos.
Si eres muy joven, encuentras la estupidez de los demás, e incluso la tuya, casi divertida, estimulante o por lo menos risible. En la madurez la estupidez te irrita. Y cuando te haces viejo sólo te produce melancolía. Así estoy yo, melancólico, como atrapado en una canción del Sabina de finales de los ochenta, mientras tontos de todos los colores se enseñorean de los foros de discusión en los medios tradicionales y, sobre todo, en las redes sociales. El lamentable éxito de VOX en las recientes elecciones municipales ha puesto en circulación de manera incontrolada el término “fascista”, utilizado a cascoporro por quienes no han leído jamás un libro de historia o un ensayo riguroso de teoría política. Algunos libramos, nec spe nec metu, una batalla perdida de antemano para poner una nota de sensatez en medio de la histérica algarabía, pero sabemos que no hay nada que hacer. De ahí la melancolía.
Alguna vez ya lo he dicho. O por lo menos lo he pensado. La trayectoria de Michel Houellebeq es diametralmente opuesta a la mía, aunque en ciertos aspectos resulte semejante. Su estreno como novelista fue tardío, como también me ocurrió a mí. Aquel primer libro suyo, Ampliación del campo de batalla, obviado por la crítica de su país, interesó sin embargo muchísimo a algunos obstinados lectores; un club que ya no ha dejado de crecer nunca, rebasando las fronteras galas y extendiéndose hasta el mismo alfoz de nuestra superpoblada aldea global.
Por si todavía no lo saben, permítanme sorprenderles con la noticia: 2023 es un año electoral en España. Eso significa que nos van a estar machacando varios meses con el taladro político-informativo, que horadará primero nuestro parietal y luego, sin compasión, penetrará con su broca mediática hasta las íntimas entretelas de nuestro córtex; pero no teman, porque si siguen leyendo estas líneas pueden evitar la trepanación. Me propongo analizar la política nacional a partir de uno de los más rotundos clásicos literarios del siglo XX.
Arriesguemos de entrada una hipótesis discutible. Hay generaciones que hacen historia y otras que padecen la historia que hicieron sus mayores. No creo que sea muy original, pero tampoco doy ahora en el trastero desordenado de mi memoria lectora con un precedente claro de mi teoría. Vamos, pues, con la casuística, que será, me parece, lo más clarificador.
Hay pocas cosas más peligrosas, en efecto. Bernard-Henry Lévy desarrolló esta idea en un ensayo publicado en los noventa, y ya entonces era una noción bastante trillada. La obsesión por la pureza que ha perturbado últimamente hasta el delirio a algunos de nuestros políticos deriva con mucha facilidad en una patología de la que la historia ofrece un escalofriante museo teratológico.
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Muerte de atlante se publicó el 29 de febrero y empezamos con la promoción a primeros de marzo. No he visitado muchas librerías desde entonces. Algunas sí, en Madrid, en Alicante, en Valencia... En una de ellas me sorprendió un poco la compañía. La del libro, quiero decir. Sus vecinos de anaquel eran obras de Eduardo Mendoza, Paul Auster, Fernando Savater. También había muchas novelas de autoras nuevas a las que todavía no he tenido el placer de leer.
Como la mayoría de nosotros sabemos, por experiencia personal o por casos cercanos de familiares o amigos, la tendencia predominante en cuanto a las terapias para enfermedades graves, como el cáncer, consiste en la cronificación del mal, y no tanto en su erradicación definitiva, objetivo deseable pero inalcanzable en muchos, en demasiados casos, para la actual ciencia médica. Lo que viene a confirmar un sabio refrán (de esos que ponen como unas castañuelas a Pedro Sánchez) atribuido a Voltaire: “Lo perfecto es enemigo de lo bueno”.
Stefan Zweig murió en Brasil en 1942. Se suicidó junto a su esposa después de concluir el que tal vez fuera su mejor libro y su legado más valioso. He tomado prestado el título de esa obra para el presente artículo porque encuentro semejanzas entre su época, tal como él la percibía, y la nuestra, tal como la percibo yo. Al menos distingo dos grandes rasgos en común: la barbarie y la desesperanza. Comparto también su añoranza por un mundo perdido que sentimos todavía próximo y casi tangible, pero que ya no nos es dado recuperar.
La polémica de reescribir ciertas obras literarias con lenguaje inclusivo ha saltado esta semana en todos los medios de comunicación. La plataforma televisiva Netflix, que está viviendo sus peores momentos desde su creación debido a ciertas decisiones empresariales, se ha impuesto el trabajo de reescribir las obras infantiles del gran escritor británico Roald Dahl. Parece ser que palabras de tan grueso calibre como gordo o feo van a estar prohibidas escribirlas. ¿Es o no es censura? Veinte conocidos escritor@s nos dan su opinión. La polémica sigue al rojo vivo.
Ha publicado Luis Ventoso, quien ha sido muchos años director adjunto de ABC, en El Debate un controvertido artículo titulado “Una España sin colosos literarios”. El cariz provocador de la pieza no defrauda las expectativas generadas por un apellido que anuncia turbulencias y hasta tempestades. En efecto, ha hecho algún ruido y, también, ha encontrado eco entre algunos de sus colegas –a mí me llegó a través de una oportuna mención de Juan Carlos Laviana- e incluso parece haber picado a uno de los aludidos, Arturo Pérez Reverte; el cual, según nos informó recientemente el propio Ventoso a través de su cuenta de Twitter, ha bloqueado al periodista en la red del pájaro azul; esa ruidosa pajarera que anda muy revuelta desde que Elon Musk ha estrenado el enésimo juguete adquirido con el dinero de papá.
Hay cierta paradoja, en torno a la literatura, que se ha expresado muchas veces de distintos modos. Hace poco lo planteaba en Twitter Rafael Narbona, con notable contundencia. ¿Qué sentido tiene escribir para decir que nada merece la pena y que la vida es pura basura? Prima facie, da la impresión, en efecto, de que realmente tiene poco o ninguno. Si nada merece la pena ni siquiera merecerá la pena escribirlo, ¿no?
El asunto de este artículo es el paradero de la generación de escritores que nacieron en torno al año 1970 y a lo largo de ese decenio que trajo la democracia a nuestro país. Pero antes de entrar en harina, quisiera reseñar aquí una curiosa anécdota que tal vez viera en algún documental, o quizá leí en alguna parte, o puede que alguien me refiriese, sobre el modo en que ciertos nativos capturan a los monos en África. Esos astutos cazadores utilizan a modo de trampa los termiteros, en los que practican orificios del tamaño preciso para que los monos logren meter la mano pero no puedan sacarla con el puño cerrado lleno de termitas. Y así, no pocos de ellos, incapaces de controlar su pulsión, caen prisioneros. Con la venia del lector, me guardo este comodín para el final.
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