En el anecdotario que zurce las interioridades de la literatura, a menudo me tropiezo con encuentros ante los que solo Dios sabe cuánto hubiese dado por acudir. Por ejemplo, los paseos vespertinos entre el maduro Galdós y el joven Baroja por los desmontes suburbiales del poniente de Madrid, donde entre observaciones, aquí y allá, sobre los tipos desharrapados que se cruzaban y las calamitosas maneras de sobrevivir en aquellas traspuestas riberas del Manzanares, surgían los comentarios del veterano novelista sobre cómo resolver una situación o cómo alumbró a tal personaje, consideraciones que, por supuesto, fueron acendrando la técnica de don Pío, cuando aún no atinaba con la manera firme de relatar sus fulgurantes peripecias de aventureros sin suerte.