07/03/2024@16:16:00
El primer ensayo de la edición original de Cuestiones estéticas (Librería Paul Ollendorff, 292 páginas, 1911), de Alfonso Reyes, se titula “Las tres Electras del teatro ateniense”, y está dedicado al maestro dominicano Pedro Henríquez Ureña (tiempo después, Henríquez Ureña recordaría aquellos años diciendo: “Leíamos a los griegos, que fueron nuestra pasión”). No se nos escapa –más bien nos desasosiega- que abordar un tema que Alfonso Reyes ya ha transitado no sólo supone una osadía, sino que linda con la más crasa irreverencia. Acaso lo único que atempera el atrevimiento –y éste, incluso y tal vez, no del todo admisible- es que no sólo a cada generación, sino a cada lector le asiste el inalienable derecho de aportar su propia lectura a las lecturas consagradas por los ilustres dómines del pasado con la modesta expectativa de reanimar, matizar o recrear un texto clásico.
La editorial JEKILL&JILL ha publicado “La canción de NOF4” del historiador del arte Raúl Quinto, en una cuidada edición que se complementa con las fotografías de los muros de un manicomio italiano, en donde estuvo recluido un paciente esquizofrénico. El personaje central de este libro.
Autor de “El hijo olvidado”
El escritor vizcaíno Mikel Santiago acaba de publicar un nuevo thriller, “El hijo olvidado”, con éste ya lleva un buen puñado de novelas publicadas que han sido un éxito de ventas. En esta da un pasa adelante y se adentra más en la ficción criminal dejando a un lado el género psicológico que tanto le gusta. El paisaje sigue siendo parecido al de su trilogía de Illumbe, su propio Macondo.
Hay tragedias insondables, que vienen desde la época helenística desgarrando corazones, acumulando venganzas, provocando incendios sentimentales, incestos, mitos, rencores, oráculos invisibles que conducen a un destino insoslayable.
Hipatia de Alejandría es una de esas mujeres que han sido olvidadas por la historia. Tanto es así que lo que sabemos de ella puede recogerse en unos cuantos folios. No obstante, en el mundo anglosajón y, en general en la Europa que rompió con Roma a partir del siglo XVI su figura, al menos en los círculos académicos, era mucho más conocida que en el mundo católico, donde interesadamente se le había cubierto con un manto de silencio.
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Ed. Gredos
Una nueva obra de uno de los tres grandes trágicos de la Antigüedad helénica. Es el primero de la tríada conformada, además, por Sófocles y Eurípides. El teatro lo inventaron los griegos, formado por su género más antañón y más original, que es obviamente la tragedia, que hoy les ofrezco. Se atribuye su origen a Tespis, gobernando en Atenas la tiranía de Pisístrato hacia el año 534 a.C.
Permítasenos otorgar un realce, acaso inmerecido para estos rudimentos, reproduciendo, a manera de introducción y resguardo, dos citas de incontrovertible ponderación; en La tragedia griega (Gredos, Madrid, 2011), la erudita Jacqueline de Romilly afirma: “Haber inventado la tragedia es una hermosa medalla de honor; y esa distinción pertenece a los griegos”. Por su parte, el padre dominico André-Jean Festugière, filólogo, filósofo y notable traductor, comienza su imprescindible ensayo La esencia de la tragedia griega (Ariel, Barcelona, 1986) con la siguiente aseveración: “Sólo una tragedia hay, y es la griega.”
Según noticias, este año, la reposición en el Festival de Bayreuth de la tetralogía El anillo del Nibelungo (El oro del Rin, La valquiria, Sigfrido y El ocaso de los dioses, estrenada en su integridad, allí mismo en 1876) ha sido un absoluto desastre en su faceta dramática y atrezzo; en cuanto a la musical, ha ido transcurriendo, conocidas las colosales dificultades que presenta cada una de las piezas, con una discreta dignidad.
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