09/02/2024@19:19:00
Una fotografía frontal de Juan Luis Goenaga a la manera de una figura de Giacometti, hierático y en pie, el torso desnudo, junto a su amigo invisible o su gemelo fantasma, un esqueleto en la misma postura, tal vez el antediluviano hombre de Alkiza, capta toda mi atención. A su lado, el cuerpo sumario de Juan Luis Goenaga casi parece el de Hércules Poirot. Un paso más y me atrapa un Jorge Oteiza que mira de frente muy enfadado, no sabes muy bien si a quien le ha puesto esa camisa limpia, o quizá a la selecta concurrencia que me acompaña en esta presentación privada de la última muestra de Isabel Azkarate en San Telmo.
El planteamiento presagia la catástrofe. Reiteración, monotonía, demasiada calma. La que respira este humilde funcionario japonés con vocación de monje zen consagrado a la limpieza de unos baños públicos. Habita un minúsculo apartamento, va en bicicleta al trabajo, hace una foto con su cámara analógica al mismo árbol -todos los días a la misma hora-, lee antes de dormir y, en apariencia, eso es todo. Pero sólo con eso, con eso y con su intransferible mirada, Wim Wenders construye una película exquisitamente sabia, delicadamente contestataria. Se titula ‘Perfect Days’, pero en cada fotograma se revelan por antítesis esos otros días, los Días del Trueno que nos ocupan.
La pandemia se expande por tres vías: la calle, el parlamento y la subcultura ambiente. ¿Cuál fue el primer brote? Valen todas las respuestas, pero la más aceptada apunta a la abdicación de las élites. Si una campaña electoral se puede leer como una guerra de palabras mal asunto cuando la crispación sustituye a la discrepancia, el desprecio al respeto y el insulto a la crítica. Si en la tribuna las ideas valen menos que los exabruptos, más aplausos en la calle para la basura vendida como libertad de expresión. De la chabacanería de cómicos como Leo Bassi o Pep Rubianes, sólo hay un paso a delitos como los perpetrados en su día por el rapero Pablo Hassel bajo la misma cobertura.
Tres milenios antes de que alguien escribiera ese primer vestigio euskaro sobre la mano de Irulegi –“Sorioneko”- el territorio que hoy conocemos como el País Vasco fue noticia a cuenta de otro acontecimiento no tan feliz. Se localizó en 1985 sobre un abrigo rocoso de la Rioja Alavesa -San Juan ante Portam Latinam-, datado en el Neolítico, hace cinco mil años. Año sobre año fueron apareciendo más restos humanos, hoy al menos 338, con signos de haber sido víctimas de una masacre. Según la revista Scientific Report se trataría de la primera guerra europea, mil años antes de las que se consideraban inaugurales.
El dandi enloquecido que encarnaba Jack Nicholson. El agente del caos con sus ojos hervidos en cráteres de khol al que dio vida Heath Ledger. El psicópata de sonrisa acuchillada que interpretó Joaquín Phoenix en su última versión. Todos se quedan en simulacros ante la estampa de Pedro Sánchez durante su sesión de investidura, el pasado 15/N. Han transcurrido quince días, y su imagen permanece indeleble.
Sabemos que el Universo se expande, como si obedeciera a una antigravedad que distancia las galaxias. Desconocemos a qué se debe, por eso la llamamos Materia Oscura. También se expande dentro de nuestro planeta. Lo cuenta una película que se estrena mañana en nuestro país, la más polémica del año en EE.UU., también uno de los mayores éxitos.
La brisa del Atlántico alcanza hasta el Béarn. En adelante, otro mar, el de los viñedos del Languedoc, anunciando la cercanía del Mediterráneo. Vacaciones en septiembre, tiempo de vendimias. Pero el tiempo, vuelto historia, mira hacia atrás. Esta es la tierra donde germinó la herejía cátara, allá por el siglo XII, envuelta en la leyenda del Santo Grial.
El beso nefando que distinguía a los adoradores de Satán. El beso templario, un equívoco beso entre caballeros. Y el que los armaba como tales, recibido de los labios de su señor con todas las bendiciones. Ciertamente, ya en la Edad Media el beso comportaba atributos ambivalentes. Jean Gerson se duele del signo de los tiempos: “No hay ninguna virtud que se haya perdido más que la ‘discretio’”. Discreción, delicadeza. Lo que tanto le ha faltado a ese pobre gañán marcado por su fatídico oxímoron: ser calvo y apellidarse Rubiales.
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En 2009 Israel desencadenó su primera operación terrestre sobre la Franja de Gaza. Incluía una derivada de la que apenas tuvimos noticia hasta que Lina Meruane se atrevió a contarlo. En ‘Zona ciega’ describe una táctica de asalto israelí conocida como el asesinato del ojo. Consistía en disparar al ojo de cualquier palestino acorralado, hombre, mujer o niño, de modo que su rostro apuntándole fuera lo último que viera: “Un niño pidió permiso para cruzar una calle, se lo concedieron y le dispararon. Aunque la bala penetró sólo en un ojo, quedó ciego de ambos”.
Todo en Balzac, incluso las porteras, tiene genio”, escribió Baudelaire. Cabe decir lo mismo de la adaptación cinematográfica de la segunda parte de su trilogía, ‘Las ilusiones perdidas’, con la que Xabier Giannoli se alzó con siete premios César. La piedra angular de su ‘Comedia Humana’ tallada como una pieza de orfebrería en cada plano, en el friso de personajes, tanto más cínicos, tanto más deslumbrantes, pero sobremanera en su puesta en escena. Una ópera en movimiento en torno al convulso periodo de la Restauración, con una derivada inquietante. Imposible una obra más lúcida, ni más devastadora, ni más actual. Doscientos años después nadie como Balzac. El gran cronista político de nuestro tiempo.
Paradojas de la posmodernidad. Pronto cumplirá el siglo aquel ‘Napoleón’ que rodó Abel Gance en 1927. Cine mudo y, sin embargo, aun con todos sus excesos, un prodigio de elocuencia narrativa. La perfecta antítesis del biopic que acaba de estrenar Ridley Scott. Todas las hipérboles de la alta definición a su servicio, un presupuesto galáctico. Pero en lo que importa, del guion a la interpretación, precariedad, planitud, miseria.
Mochila al hombro, de desierto en desierto bajo un sol bíblico, veníamos de visitar el Krak de los Caballeros y esa noche dormiríamos en Damasco. A las puertas de la mezquita de los Omeyas, allá donde se espera la segunda venida de Cristo para anunciar el Juicio Final, parecía anticiparla un vociferante tumulto festivo. ¿Qué celebraban? La aparición de un comando muyahidín que, entre ráfagas de kalashnikov al aire, repartía puñados de copias de un folleto presidido por la palabra “entusiasmo” -Hamás en árabe-.
Pelo trenzado y recogido, como cuadra a las casadas. Sombrero terciado a la valona. La mirada firme, profunda, inteligente y seductora. En el retrato que le pinta Clouet tiene treinta y nueve años. No lo aparenta. Todo lo dice con el lorito amazónico que sostiene sobre su índice. ¿Dónde apunta? A esos otros nuevos mundos que abren las nuevas ideas. El pensamiento de Erasmo, la mística de Hildegard von Bingen, la ironía de Rabelais.
Aunque nuestro mundo no parezca un paraíso, en efecto, hace 130.000 años tuvimos un padre y una madre común. Lo que decía la Biblia lo ha confirmado la genómica. Eva, la Eva mitocondrial, fue la madre de todas las mujeres de nuestra especie, pero no necesariamente la primera pareja de Adán. Al contrario, apareció poco después. ¿Cómo se entiende? Lo explica un cromosoma tan diminuto como complicado, el Y, el marcador masculino diferencial frente al femenino, el X.
La alarma suscitada por los avances en Inteligencia Artificial no contemplaba el éxito arrollador de la comedia de moda, naturalmente ‘Barbie’, la primera película en imagen real de la terrorífica muñeca creada por Mattel, convertida en icono del feminismo posmoderno. La teoría de las sincronicidades sí contemplaba que pudiera coincidir con un biopic aparentemente antagónico como ‘Oppenheimer’, basado en la vida del físico teórico que inauguró la Era atómica.
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