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Gastón Segura

10/05/2023@22:55:00
Stefan Zweig murió en Brasil en 1942. Se suicidó junto a su esposa después de concluir el que tal vez fuera su mejor libro y su legado más valioso. He tomado prestado el título de esa obra para el presente artículo porque encuentro semejanzas entre su época, tal como él la percibía, y la nuestra, tal como la percibo yo. Al menos distingo dos grandes rasgos en común: la barbarie y la desesperanza. Comparto también su añoranza por un mundo perdido que sentimos todavía próximo y casi tangible, pero que ya no nos es dado recuperar.

Cuando estaba remitiendo a esta revista mi anterior artículo quincenal sobre los chismorreos que, desde hace algunos años, intentan afear la formidable contribución de Pablo Ruiz Picasso al arte de s. XX, me enteré de la muerte de mi gran amigo Carlos Tena. Cambiar urgido por la tajante noticia aquellas líneas por cuanto pretenden estas, hubiese resultado precipitado y, por tanto, sumamente desconsiderado con Carlos. De modo que decidí posponer su homenaje hasta esta entrega.

Según todos los síntomas este verano será estremecedor; el Rin discurre en estos días con una mengua de caudal notable; el Ródano, que durante el estío anterior llegó atravesarse caminando, podría reducirse a un regato de fango, y sobre el majestuoso Po, qué decirles si ya la canícula pasada lo convirtió en un gigantesco zanjón con desnudos pedregales; de seguir así, pronto nos despediremos de su ubérrimo delta, aquel de La novela de Ferrara (1953-74), de Giorgio Bassani; ¿la recuerdan?

Aunque la guerra de Ucrania pueda convertirse en cualquier momento en la más irreparable catástrofe sufrida por el género humano, observo con estupor la pasividad occidental para promover un provisional armisticio que, al menos, disipe el peligro y procure algún endeble sosiego entre los contendientes; es más, allá donde mire, tanto da que sea una venerable cabecera periodística o un respetable gobierno democrático, encuentro solo un velado empeño por alentar los combates, o lo que es lo mismo: por ver caído y descuartizado al gran oso ruso, olvidando que el ogro, al verse acorralado y al borde de la derrota, puede tener la tentación de pulsar el botón rojo; ¿o acaso alguno de nosotros ignora el viejo y grosero refrán de «para lo que me queda en el convento…?»

Hace un par de sábados se cumplió un siglo y medio del advenimiento de la I República española, de quien ya dijo Castelar, en su discurso de proclamación, que nadie la traía, sino “todas las circunstancias”; y estas, encrespadas y fragorosas, se la llevaron por delante cuando no había cumplido todavía un año, para dejar a la nación bajo aquella dictadura de socorro de Paquito Serrano, el General Bonito, que al borde de los sesenta y cuatro años se hizo cargo del país y se metió a sofocar lo más urgente y cruento: la tercera carlistada. De modo que cuando Martínez Campos se pronunció en Sagunto, el 29 de diciembre de 1874, y repuso en el trono a la casa de Borbón; Serrano, enfrascado en la campaña de las vascongadas, casi lo saludó con alivio. Aquella España sin rey apenas había durado dos años.

Tras comer en casa de mi amigo el siempre intrépido Juan Grande, decidimos emprender un paseo por la amena Alcalá de Henares sin mayor propósito que orearnos con su bullicio navideño y, claro, de tanto en tanto, husmear por algún comercio peculiar. Practicando este caprichoso merodeo, entramos en la librería Diógenes, y bien fuera por no desairar la esplendidez del establecimiento o bien porque la traducción se debiese a mi estimado Mauro Armiño, me proveí de la edición en Alianza del Cyrano de Bergerac (1897), de Edmond Rostand.

En tanto nos conducimos hacia el cincuentenario de la muerte de Picasso, que se anuncia ya con jugosas exposiciones, me encuentro con un par de noticias, casi simultaneas y con bastante guasa, sobre ese singular grafitero llamado Banksy.

El pasado día uno, festividad de Todos los Santos, se cumplía una década de la muerte de Agustín García Calvo, uno de los más señeros intelectuales de este país. De aquella fecha, recuerdo unas cuantas necrológicas en los principales periódicos que desmerecían por su brevedad casi de compromiso lo extraordinario de su figura, siempre incómoda para el poder, circunstancia a la que la prensa suele ser harto sensible.

Cuando era niño y, como dijo Cela, en este país mandaba un célebre general gallego que salía en los sellos de correos, todos sabíamos que Picasso era el pintor más importante del mundo, aunque no pudiese pisar España o no le diese la gana, dado que Porcioles le había puesto un museo en Barcelona y no dejaban de visitarlo los turistas; y entonces, los turistas y los americanos eran lo primero; después, veníamos todos los demás, en cola y sin rechistar.

Así la calificaba el informe policial remitido a la Junta de Defensa Nacional, en Burgos, el 2 de julio de 1937, desde Segovia, donde se hallaba refugiada de la catástrofe bélica en una casa de alquiler con su hija, Jimena Menéndez-Pidal, su yerno, Miguel Catalán, y su nieto, Diego; y no era para menos porque la singularidad de doña María no podía sino suscitar las escamantes suspicacias de unos, y la arrebatada admiración de otros, pues a ninguna persona informada, su figura dejaba indiferente.

La polémica de reescribir ciertas obras literarias con lenguaje inclusivo ha saltado esta semana en todos los medios de comunicación. La plataforma televisiva Netflix, que está viviendo sus peores momentos desde su creación debido a ciertas decisiones empresariales, se ha impuesto el trabajo de reescribir las obras infantiles del gran escritor británico Roald Dahl. Parece ser que palabras de tan grueso calibre como gordo o feo van a estar prohibidas escribirlas. ¿Es o no es censura? Veinte conocidos escritor@s nos dan su opinión. La polémica sigue al rojo vivo.

Con el perfeccionamiento de los deepfakes —válganos como ejemplo, el popular anuncio de las cervezas Cruzcampo con una reproducción digital de Lola Flores, de quien, dicho sea de paso, este año se cumple su centenario— y la aplicación de estas figuras artificiales pero ya con una notable autonomía para desempeñar con solvencia un buen repertorio de tareas y servicios, más la inminente implantación del Metaverso como un mundo paralelo donde realizar una multitud de actividades —especialmente financieras—, no es disparatado suponer que muy pronto nos resultará indiscernible la realidad de lo virtual. Naturalmente; ante un acontecimiento tan capital, se suscitan algunas preguntas ineludibles: ¿qué papel jugará el hombre en esa realidad transida de simulaciones? ¿Cuál será su concepción del mundo?

Tomo como asunto de estas líneas la reproducción que guardo del retrato perdido durante la guerra de Pío Baroja, por Pablo Ruiz Picasso —observen que aún mantiene el Ruiz en la firma—, pues este día de los Inocentes se cumplirán ciento cincuenta años del nacimiento de don Pío en San Sebastián, bajo un bombardeo carlista, orquestado por el canónigo Manterola. Hecho que Baroja consideró signo y empresa de su vida, y ahí nos legó, como indudable prueba, las veintidós novelas del ciclo Memorias de un hombre de acción (1913-35) donde, usando a su pariente Aviraneta, se dedicó escurrirse entre y contra la maldición que padeció y aún padece este país; pues basta con contemplar ahora el rostro y el tono de los independentistas, para percibir la hedentina a turbio desván y a cerril venganza del carlismo.

Espoleado por el reciente alboroto armado por la aplicación de esa ley que unos amigos míos llaman sarcásticamente “La del hombre de los caramelos”, porque exonera de culpa a tan sórdida práctica siempre que el o la menor consienta —en román paladino: que despenaliza la pederastia—, me sumergí en Internet para indagar si este chafarrinón forense era otra manifestación del esperpento nacional o solo era el síntoma de una más profunda alteración de nuestra civilización, cuando me tropecé con la intellectual dark web o “red oscura intelectual”.

Resultaría del todo ingrato comenzar este artículo sin expresar mi sincero reconocimiento a Miguel y a Aldo García, y por supuesto, a mi querida Pilar Eusamio, que alentaron a Drácena a convocar unas mesas-coloquio durante la semana pasada en su librería Antonio Machado del Círculo de Bellas Artes, de Madrid, donde he figurado desde aposentador hasta ponente anunciado en los carteles, o incluso de sustituto de socorro ante la imprevista ausencia del profesor Carlos Sandoval por un angustioso percance doméstico.