Stefan Zweig murió en Brasil en 1942. Se suicidó junto a su esposa después de concluir el que tal vez fuera su mejor libro y su legado más valioso. He tomado prestado el título de esa obra para el presente artículo porque encuentro semejanzas entre su época, tal como él la percibía, y la nuestra, tal como la percibo yo. Al menos distingo dos grandes rasgos en común: la barbarie y la desesperanza. Comparto también su añoranza por un mundo perdido que sentimos todavía próximo y casi tangible, pero que ya no nos es dado recuperar.