Las palabras, sus amadas palabras, las salvadoras palabras, esas que su querido maestro Américo Castro le había enseñado a amar, acuden en su auxilio cuando, acabada la guerra, y ya en Madrid, siente María Moliner la melancolía de las energías no aprovechadas, tras su jornada en la Biblioteca de Ingenieros Industriales, donde ejercía de bibliotecaria.