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crítica teatral

20/12/2022@11:00:00

¡Total, si un día tendremos que morir todos! Pues vamos a facilitarles ese trámite, premiándolos y, además, haciéndolos famosos. Pero, claro, no todo se consigue tan fácilmente. Deberán pasar las pruebas pertinentes, deberán someterse a las votaciones populares, deberán exponer sus secretos, sus miserias, su desnudez, y tendrán que soportar la verdad por parte de quien ellos consideran incondicionales.

Las inquietudes de un grupo de jóvenes es indudable que hay que fomentarlas de una u otra manera. Es una cuestión social. Ellos y ellas serán los que en un futuro moverán los hilos de esta sociedad cada vez más desencantada, por no decir desalmada.

Tres sombreros de copa se quedaron olvidados en un hale-hop imposible. Cuando ya nada se esperaba que pudiera cambiar, cuando el protagonista de una noche loca de ilusiones, vuelve al despertar de la mañana con el canto del gallo y la luz del faro apagándose. Y se marcha a su destino que no quiere, pero es el que le tienen asignado.

¡No quiero callarme! Tampoco quiero gritar, pero sí que se me reconozca y se me escuche. Miren: puede que no seamos personas totalmente integradas porque nuestra discapacidad nos lo impide, pero no por nosotras, por esta sociedad discriminatoria que se cree, engañosamente, perfecta.

¡Estás en la luna!, pídeme la luna, quedamos a la luna y cuarto, “la luna vino a la fragua con su polisón de nardos” (F.G.L.), hay un toro enamorado de la luna, “tres cosas no pueden ser ocultadas por mucho tiempo: el sol, la luna, y la verdad” (Buda) y aquí es donde aparece Cristina Medina, enviada especial y espacial a esta luna teatral donde, con risas, chascarrillos y chistes, nos hará pasar un rato cómico diciéndonos cuatro verdades que, después, nadie tomará en serio.

Cuando sea mayor tengo la esperanza de compartir con mis amigos, con mi gente, los intereses, las inquietudes, las emociones que un día nos movieron y se impregnaron en nuestro sentimiento. Cuando sea mayor quiero tener una casa compartida, ver amanecer junto a vosotros, pronunciar vuestros nombres y que alguien me responda.

Ítaca, territorio de conquistas imposibles perdidas en el devenir de los tiempos. Ítaca, objetivo y fin de una guerra que nunca reclamó Penélope para sí. Ella, que se alzó sobre las cenizas del deseo consumido en el tiempo y fue auxiliada por la palabra esperanza. Fidelidad de diosa. Tenacidad de mujer, madre y esposa. Conjeturas de una vida que reivindican una respuesta a su interminable espera.

El desaliento, la apatía, o el célebre desasosiego, fiel acompañante del poeta portugués Fernando Pessoa que le obligaba a caminar solo por el mundo son la cara oculta de una soledad que él remarcaba diciendo: «La literatura es mi forma de estar solo en el mundo».

Sentir un enamoramiento es como un golpe contundente o, simplemente, con una sucesión de elementos que se van alineando hasta llegar al convencimiento de que necesitamos estar y compartir con la otra persona.

El sujeto del siglo XVII tenía una visión (barroca) de los roles que les tocaban a hombres y mujeres, a ricos y pobres, a nobles y plebeyos, a artistas y artesanos, a soldados y a monjes, a juristas y pícaros, a Lope y a Cervantes.

Llega a “La Luna” a través de su abuelo, Fernando Fernán Gómez y de Emma Cohen, a la casa que los cobijó y en el que dejaron, no solo documentos, cartas, fotos, grabaciones, discos, proyectos,… también la esencia de esta pareja emblemática en el mundo de la cultura, si es que podemos hablar de ese concepto denostado en este país que poco la valora.

No están dormidos. No son muñecos de trapo. Son figuras de porcelana y, como tales, no podrán morir, aunque sí, quizás, romperse. Romperse por fuera y que se les rompan los corazones. Porque los tienen. Permanecerán atentos a las canciones, a los sueños que pasan de largo, a los recuerdos que nadie les preguntará. Pero estas dos figuras, él y ella, tendrán la oportunidad de encontrarse, de soñar, de acercarse, de sentir su existencia como algo real, aunque sea efímera.

“Nunca nadie te va a querer en la vida porque estás gorda”, así de crudo, así de real, así de sincero y escabroso. No es estar gorda o gordo, es SER gordo. Es algo evidente y que todos ven, que no puedes ocultar. Desde bien niña. Desde antes de tener conciencia de qué significaba tener kilos de más. Al principio no pasaba nada, simplemente no podías entenderlo, hasta que te das cuenta de que las demás se echan novio y tú no, de que las demás se ríen y tú no, de que sus padres las cogen en brazos y a ti no. Por fin, la protagonista, la gorda, se pone en el lugar de los gordos. De los obesos, de los sebosos, de los gordinflones, de los bola de sebo.

Buscar el éxito sin encontrar recompensa alguna es como encaminarse al abismo con los ojos vendados. Una apuesta difícil de entender para el que la pierde, y a la que no le sirve de nada que te des cuenta de tu falsa verdad cuando ya estás muerto o acabado. Ambos, estados inútiles para su propósito. El éxito y su tiranía precisa de esclavos, tan ciegos como autoritarios, pues siempre necesitarán de esa inconfesable e inquebrantable cerrazón que le hace ver —a quien la sufre— su propio jardín siempre verde y lleno de flores por más que el resto le digan que es un secarral que, por no tener, no tiene ni semillas sembradas con las que poder invocar el milagro de la esperanza. No hay vida sin esperanza, ni falso éxito sin su mentira, porque como se nos recuerda en un momento de la obra: «Hay que romperse el cuello para ver las estrellas». Inútil esfuerzo el de aquel que no sabe dónde se encuentra el cielo ni la posibilidad de iluminar un camino que no tiene salida, y sobre el que solo da vueltas y vueltas hasta desgastar del todo las suelas de sus zapatos.

Se está representando en el Teatro Fernando Fernán Gómez de Madrid la obra “Los hermanos Machado”, con texto de Alfonso Plou y dirección escénica de Carlos Martín. Una producción de Teatro del Temple, empresa zaragozana que produce obras de teatro tanto clásicas como contemporáneas con un gran acierto.