Después de la muerte de Cervantes, más ingenioso que ingente novelista, anduvo la bella España desperdigada, y podían encontrarse fragmentos de su historia estética en los libros de Menéndez y Pelayo, gotas de su sangre en sonetos de Lope de Vega, pedazos de su filosofía en los tomos sepultados de Suárez y hasta los gestos de sus gentes en las pinturas de Goya, desorden que dejaba mal parada a la Mater Hispania en el escenario mundial. Mas nació Benito Pérez Galdós, novelista no tan atrevido ni desgraciado como el de Lepanto, y reconstituyó a fuerza de tinta, sudor y muda astucia lo que andaba errante.