PLAZA DE GUIPÚZCOA
Están pasando cosas rarísimas. Si no fuera porque hemos visto las luces de navidad colgando en las calles, parecerían las vacaciones de verano con las terrazas petadas de guiris bebiendo birras. Somos como esas gallinas enjauladas con las fluorescentes en la cresta que no paran de poner huevos.
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Aguanta que queda poco. No nos ha tocado la lotería y hemos soportado estoicamente la cena de Nochebuena y el discurso del rey. Por cierto, salvo que Felipe VI se decida algún día a echarse al monte (que no creo) yo le daría un par de vueltas a su sermón navideño.
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Hay días que te levantas con una energía tan bestial que podrías dar la vuelta al mundo. Pero te conformas con dar la vuelta a la tortilla. A la tortilla de patatas, quiero decir, sin metáforas ni leches.
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Dicen que cuantas más veces cambies de casa, mejor sabrás gestionar tus problemas. Depende, tío. Es una gilipollez que acabo de leer y no sé quién la dice. Podría ser un borderline o un iluminado.
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Con todos los melones que tienen abiertos los iluminados de la Unión Europea, pensé que se olvidarían del cambio de hora. Pero ni de coña. Será la edad, pero esta vez siento más el desajuste horario: empanamiento general, modorra, sopor y mala leche al levantarme. O sea, hecha unos zorros, tío. Un “jet lag” a lo bestia.
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No sé por qué me empeño en ser tan auténtica y sincera. Aquí cada cual va a su rollo y nadie hace ni puto caso de nada. Te cansas de dar buenos consejos para que al final te hagan un corte de mangas. Y no creas que me refiero a Tamara Falcó. Estaba cantado que el pijo de su novio era un bala perdida.
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En las pelis clásicas hay un recurso cinematográfico que da mucho juego. Una pareja llega a la habitación de un hotel. Ella susurra maliciosa “one momento please, voy al baño”. Él espera ansioso junto a la ventana. La chica vuelve cubierta con un albornoz blanco. Secuencia de tensa y exaltada sensualidad. Se miran, saben que algo va a ocurrir. Y ocurre. Ella deja caer lánguidamente el albornoz. Está desnuda. Él la mira alucinado. La tía debe tener unas tetas increíbles, pero no te las enseñan. Siguiente escena, beso, revolcón apasionado, etc. Hasta aquí todo okey.
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Isabel. No hace falta más. Decir Isabel, es decir Preysler. Y de ruptura inesperada, nasti de plasti. No es verdad que les ha pillado en bragas a las comadres de la prensa rosa. Lo sabían y han callado para hacerle la pelota y no estropearle la exclusiva en el “Hola”.
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Es muy fácil ser hipócrita. Seguro que alguna vez te han dicho con gesto compungido “me pongo en tu lugar, tío”. Mentira podrida. Nunca nadie se va a poner en tu lugar. Y si se pone, será porque te ha movido la silla. No pidas consejo y sé fiel a tu criterio.
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Mi madre, que era compasiva y naif (un beso amá) le confesó un día a su director espiritual que, ella a veces, sentía odio por algunas personas y esto le hacía sufrir. El cura, un tipo práctico y perspicaz, le alivió con una respuesta que en mi familia es un mantra: “No, Beatriz, no sufra, usted no siente odio, siente asco y el asco no es pecado”. Genial el cura. De un plumazo se cepilla el delito de odio.
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Si eres una masoca obsesiva como yo, tienes mil maneras de amargarte la vida. Hace unos días en la estación de Sants de Barcelona, entro distraída y a mi bola a comprarme un detox de espinaca y jengibre mientras hojeo las portadas del cuore y los últimos best sellers. Y de repente, ostras, tío, me la encuentro otra vez. Marie Kondo esa japonesita pija que hace ¡doce años! en cuatro tardes ociosas escribió un manual para ordenar armarios, enrollar calcetines, doblar tangas y colocar jerséis.
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Aunque me pedía el cuerpo meter caña (no hay que darle al cuerpo todo lo que te pide) he esperado que pasen los efectos terroríficos de la noche de Jalogüin, para decir lo que pienso de esta “celebración” cutre y absurda.
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Antes, y cuando digo “antes”, quiero decir antes del covid, antes de que supiéramos que una señora como Irene Montero podía ser ministra, o que el hombre de la camiseta verde se llamaba Zelenski. Incluso antes de que se jodiera el Perú (y Europa). Antes, o sea, cuando eramos felices, para mostrar asombro o desconcierto, decíamos “me rompe los esquemas”.
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Confesar públicamente en San Sebastián un lunes de Semana Grande que aborrezco las fiestas, no es una venganza, es una temeridad. Me da igual. Sanfermines y otras celebraciones espeluznantes como la tomatina de Buñol, chirigotas, bronca, música en la calle, parkings petaos, me parecen una cutrez, tío.
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