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artículo literario

03/10/2023@22:22:00
La brisa del Atlántico alcanza hasta el Béarn. En adelante, otro mar, el de los viñedos del Languedoc, anunciando la cercanía del Mediterráneo. Vacaciones en septiembre, tiempo de vendimias. Pero el tiempo, vuelto historia, mira hacia atrás. Esta es la tierra donde germinó la herejía cátara, allá por el siglo XII, envuelta en la leyenda del Santo Grial.

Si no se tratase de una muy amarga claudicación de la soberanía nacional, la broma de las pantallas y de los auriculares para la traducción simultanea de las otras lenguas españolas en el Congreso de los diputados, se me antojaría un chabacano pasaje de una película de Mariano Ozores; pero en absoluto es así. Pues todos somos muy conscientes, a poco que nos paremos a pensar y por mucho que el Instituto Cervantes haya corrido a organizar una disimuladora celebración paralela, de que se trata de una humillación exigida por un chisgarabís desde Brabante para demostrar su poder sobre esta malhadada coyuntura y, de paso, mancillar a la lengua española. En cuanto al consentidor factual de semejante oprobio, nos sobra con recurrir a un refrán de los muchos recogidos por el profesor Andrés Amorós en su reciente compendio de paremias, Filosofía vulgar (2023): “por agarrar una silla, el político promete villas y Castilla”, y si no le queda otro remedio —añado yo—, hasta las fía.

MIGUEL DELIBES

Los críticos, en su abrumadora mayoría, están de acuerdo en que la renovación de la novela española queda encabezada por El Jarama (1955), de Rafael Sánchez Ferlosio, que marca un hito y una referencia en la novela española de postguerra y en lo que se ha dado en denominar realismo social, y Luis Martín-Santos y su Tiempo de silencio (1962; edición definitiva y liberada de la mordaza de la censura, 1980), Cinco horas con Mario (1966, cito de la trigésimo tercera edición, Destino, junio 2008) supone una obra central dentro de la variada y versátil bibliografía de Delibes (novela, novela corta, libros de viajes, diarios, reportajes, etc.), junto y a la par con Los santos inocentes (1981, una concisa obra maestra que retrata la realidad de los pueblos castellanos) y El hereje (un vasto fresco de Valladolid en la época de Carlos V). Y no resulta azaroso que la novela haya sido publicada el mismo año que Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé: ambas, cada una a su modo, recorren relaciones de pareja signadas por el malentendido, la frustración y el desencuentro donde el menoscabo al que es sometido el personaje masculino parece formar parte de un designio ineluctable.

Confieso que he hecho trampa antes de empezar. Pero si titulo este artículo “etiología de las falacias populistas” no lo lee ni Petete, y usted ya lo está leyendo. Espero que la confesión consignada en la primera línea no le contraríe tanto que desista de continuar con su lectura. Verá como al final hay premio. Admito que para escribir el título he jugado con la ambigüedad del genitivo preposicional, objetivo o subjetivo, del castellano, buscando dar un golpe de gong al principio que anime a un número suficiente de lectores a franquear el pórtico de las mayúsculas. Pongamos un paralelo: “El miedo de los persas”. ¿A qué se refiere? ¿Es el miedo que los griegos tenían a Jerjes y a los suyos o, por el contrario, el miedo que les tenían los persas a los griegos? El miedo de los persas puede significar cualquiera de las dos cosas. Pues aquí pasa lo mismo. La mentira de la democracia española no implica que la democracia en nuestro país sea falsa –de hecho voy a sostener exactamente lo contrario- sino que, siendo una verdadera democracia, contiene una falacia. Veamos cuál.

“Se conoce mucho acerca de la relación entre filosofía y poesía. Pero no sabemos nada del diálogo entre el poeta y el pensador…”

Martin Heidegger, ¿Qué es metafísica?

Aprovechándose de los clementes dictados de la excelentísima señora ministra doña Irene Montero Gil y de su jefe, don Pedro Sánchez Pérez-Castejón, un preso de Fontcalent se declaró transexual —aunque con los atributos todavía en su sitio y en excelente funcionamiento— para obtener el traslado a la sección femenina de la cárcel y, zas, dejó preñada a una compañera de penal. El caso es que el mozo ya avisaba como los pablorromero cuando salen de varas, porque también aseguró que era tan transexual como exigiese el reglamento pero, ojo, de orientación lesbiana. Comentario que debieron tomarse los funcionarios como una muestra de confianza, en cambio, ya digo, era toda una advertencia. Y ahora, ahí tenemos a la embarazada sin remiendo, mientras el muy lindo, aprovechando un permiso, se ha esfumado como los capitanes de Flandes en los romances antiguos, y eso que era búlgaro.

George Steiner en “The New Yorker” (F.C.E., México, 2009, pp. 257, 258), Steiner delinea acabadamente, a propósito de Gershom Scholem, el perfil del erudito, aquel que “se hace uno con su material, por abstruso, por recóndito que sea. Funde la fuerza de su propia personalidad y su virtuosismo técnico con la época histórica, el texto literario o filosófico, el tejido sociológico que está analizando y presentándonos. A su vez, ese tejido, ese conjunto de fuentes primarias, adoptarán algo de la voz y el estilo de su intérprete.”

Aun a riesgo de que estos artículos, con tanto conmemorar decesos célebres, parecieran una sucesión de pomposas necrológicas, me había propuesto recordarles que el próximo jueves se cumplirán cien años de aquel viernes cuando, dadas ya las diez de la noche, moría en Cercedilla Joaquín Sorolla Bastida.

Jane, impregnada por esa luz que nada más emiten los genios. Jane, espíritu libre en busca de una felicidad que, para ella, estaba hundida en una Atlántida imaginaria. Jane, como esos dioses perdidos que deambulan por el mundo sin llegar a encontrarse del todo. Así era Jane, fiel a sí misma y nómada existencial y existencialista que se lanzaba sin miedo al abismo de la vida. Vida entrecortada por la pasión y la literatura. Una pasión que, para su desdicha, devino en la dependencia del alcohol y la magia negra de Cherifa, lo que la destruyó joven, muy joven.

«Oh dulce España, patria querida», Miguel de Cervantes Saavedra

El benemérito historiador militar, par excellence, Juan Luis Sánchez Martín, ex director y editor de las espléndidas revistas militares Researching the Lace Wars, Dragona, y Researching & Dragona, autor de cientos de artículos científicos, inter alia, del ejemplar estudio: «Los capitanes del soldado Miguel de Cervantes» (Revista de historia militar, 2016, 173-232), totalmente dejado en el tintero por los biógrafos cervantinos, reforzándose en las nuevas joyas documentales habla de los capitanes de Cervantes, corrige sus biografías, y alega que el capitán Manuel Ponce de León, a pesar de su designación como gobernador de la provincia de Chucuito, en el Perú, nunca ejerció dicho cargo.

Recuerdo los volantines surcando el cielo, desde la gigantesca y multicolor cometa hasta el humilde chonchón hecho de una hoja de papel de diario amarrado de un sucio cordel, que se elevaba desparramando añejas noticias por el barrio.

La costumbre de contar historias responde a la persistente necesidad de oírlas que tienen todos, a todas las edades, siempre, en todas las épocas. Desde Aristóteles, los tratadistas han venido hablando de la verosimilitud como un requerimiento básico para aspirar a que quienes oyen los detalles o ven las escenas de una narración puedan viajar al mundo de sus protagonistas e identificarse con sus avatares, pretendiendo de esta manera hacer factible lo que es ficticio y conseguir que lo irreal parezca real.

«Oh dulce España, patria querida», Miguel de Cervantes Saavedra
El benemérito historiador Fernando Jesús Bouza Álvarez, catedrático de Historia Moderna en la Universidad Complutense de Madrid, Director de la revista Cuadernos de Historia Moderna, y autor de los excelentes libros, sirva de ejemplo, Palabra, imagen y mirada en la Corte del siglo de Oro: historia cultural de las prácticas orales y visuales de la nobleza (Abada Editores, 2020); Del escribano a la biblioteca: la civilización escrita europea en la alta Edad Moderna (siglos XV-XVII), (Akal, 2018); Felipe II y el Portugal “dos povos”: imágenes de esperanza y revuelta (Universidad de Valladolid, Secretariado de Publicaciones e Intercambio Editorial, 2010); descubrió dos nuevos documentos tocantes a la aprobación de la primera parte Don Quijote de la Mancha en las escribanías de la Real Cámara del Consejo de Castilla, cuyo presidente era el I duque de Peñaranda de Duero, Juan de Zúñiga Avellaneda y Bazán (1541-1608), para la tramitación de la licencia y el privilegio de impresión pedidos para «un libro llamado El ingenioso hidalgo de la Mancha compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra» (F.J. Bouza Álvarez, Dásele…, 5).

En tiempos de fundamentalismos, de fanatismos orientales y occidentales, en época de turbulencias varias, de engaños y trampantojos masivos, de la ofensiva de los gurúes de la Inteligencia Artificial que buscan anular la inteligencia, el sentido común y la sensibilidad artística, es muy saludable aferrarse a salvavidas insumergibles y refugiarse entre las páginas de los clásicos del pensamiento, es decir, de todos aquellos que, desde hace muchos siglos, nos vienen alumbrando sobre la condición humana, la misma que observaron ellos y podemos ver hoy, la que no podemos cambiar, pero sí conocer mejor.

Científicos alemanes y suizos descubrieron hace unos años que los versos de Homero pueden ser un buen medicamento contra la hipertensión. Su lectura, dicen, acompasa los latidos del corazón porque nuestro cuerpo encuentra en ellos el ritmo adecuado. Casi tres mil años ha necesitado el poeta griego para que los humanos le encuentren utilidad a su obra.