24/08/2020@06:00:00
No sé si recordaran que hace un año, en esta misma revista, publicaba un artículo titulado “El elixir oriental”, donde me burlaba —aunque no sin cierta amargura— de la penetración, so pretexto del yoga y otras prácticas más o menos tonificantes, de las creencias orientales en nuestra sociedad, fenómeno que ya sucedió en la Roma del s. I y II d. C., para lo que les mencionaba como acreditados ejemplos de lo acontecido entonces El asno de oro de Apuleyo y El asno de Luciano de Samósata, novelas humorísticas de aquel tiempo y a tal punto gemelas en el argumento que ni tan siquiera sus autores se molestaron en variarle el nombre al protagonista, el pobre Lucio, que se descubrió convertido en borrico por sortilegio de una hechicera de Isis.
«Oh dulce España, patria querida», Miguel de Cervantes Saavedra
Los nuevos documentos, descubiertos por el historiador egabrense Antonio Moreno Hurtado, ponen de relieve que el alcalde ordinario de Cabra, Andrés de Cervantes (1510-1593), esposo en primeras nupcias con Francisca de Luque y Aranda y en segundas nupcias con Elvira Rodríguez de Úbeda, firmó más de 150 testimonios legales a lo largo de su vida. Es de destacar, además, que el Cronista Oficial de Cabra, Antonio Moreno Hurtado, localizó más de 143 nuevos datos legítimos de inestimable valor para la biografía de Andrés, tío paterno del héroe de Argel, y sus parientes, puestos en letras de molde en sus excelentes libros: Egabrenses en Indias (2018), y en Los Cervantes y Cabra (2020).
Coimbra fue capital del Reino de Portugal entre los años 1139 y 1255. El primer rey de Portugal, Afonso I, nació muy cerca de Coimbra, en el castillo de Guimarães, y murió en la capital del reino. Tanto él como su hijo Sancho I se encuentran enterrados, frente por frente, en el ábside del Monasterio de la Santa Cruz, en pleno centro de la ciudad y a unos centenares de metros del rio Mondego que divide en dos la ciudad.
Me tenía prometido este par de páginas sobre la magnífica exposición de Ramón Masats en la Tabacalera de Madrid, pues si alguna vez he dudado, en mitad del tráfago de colorín y metacrilato de estas últimas décadas, sobre cuál era mi país, me bastaba con echarle un vistazo a cualquiera de sus fotografías para reconocerlo y acomodarme en él de inmediato.
Cuando el cuatro de Agosto de 1975 -tal día como hoy de hace 145 años- el escritor danés Hans Cristian Andersen (1805) fallecía víctima de un cáncer de hígado, se supieron de él dos cosas. Una, que en su testamento había legado parte de su fortuna a instituciones benéficas que proporcionaban formación a niños pobres. La otra, que llevaba al cuello la carta de Riborg Voigt, una joven con la que décadas atrás había mantenido un idilio.
Ya lo sabrán; murió Marsé. Y he aquí que andaba pensando en escribirles unas entusiastas líneas sobre la exposición de Ramón Masats en la Tabacalera de Madrid, cuando me senté a comer y el televisor me anunció con una bandita continua que Juan Marsé había muerto esa noche. De pronto caí en la cuenta y no pude sino imaginarme la risa que le habrá entrado al Java, al Sarnita y al resto de la canalla del barrio al saberlo, porque también es mala pata ir a morirse un dieciocho de julio y, encima, sábado; exactamente como aquel cuando los africanos pusieron al país patas arriba.
«¿Estamos siendo testigos de primera mano de lo que, en el imaginario hindú, es el arquetipo del habitante de Occidente, o nos estaban utilizando por razones pastiches?» Esta pregunta ha sido formulada por Armando Croda Naveda en uno de sus artículos en donde habla de la India en un monógrafico junto a otros autores. Es cierto. En la India aunque las cifras pueden variar nos encontramos con hinduistas un 83%, un 11% de musulmanes y una cifra bastante menor entre catolicos y protestantes. Sin embargo cada vez son más los trabajos efectuados por las relaciones bilaterales entre España y la India y lo que es la economía entre ambos países y muchos de ellos incluyen como es el caso de Pablo Bustelo en su «Chindia. Asia a la conquista del siglo XXI» algunas apreciaciones.
Hace unos veinte días supe por un noticiario que los indios de Chiapas se habían revuelto y habían asaltado algunos dispensarios médicos, una clínica y hasta un ayuntamiento con una cólera ciega y antigua. Al parecer, todo se debía a una funesta confusión: las autoridades estatales estaban fumigando los pueblos contra un previsible brote de dengue, y los indios chiapanecos, tan escarmentados y recelosos por siglos de vejaciones y desengaños, sospecharon de aquellas vaporizaciones por sus calles como la causa de los primeros e inexplicables muertos por la covid-19. Faltó solo un cizañero bulo por las redes sociales, para que la desinfección se interpretase ya sin vacilaciones como otra artimaña de los ladinos —los blancos— con la que propagar esa nueva y extraña epidemia para exterminarlos de una vez por todas. De inmediato, estalló la furia.
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Hace cien años, quiso el Demiurgo regalar a la Humanidad una extensión de sí mismo en ese fabuloso creador de mundos que fue Ray Bradbury (22 de agosto de 1920 - 5 de junio de 2012). Si tuviera que definirle como escritor, lo haría con el nombre de un cuento y un libro de su autoría: El hombre ilustrado porque desde los doce años fue -como el tatuado hombre del relato- puro cuento de la cabeza a los pies.
En un reciente viaje a la ciudad portuguesa de Coimbra, antigua capital del Reino de Portugal, tuve la oportunidad de visitar la Biblioteca Joanina, una de esas joyas donde los libros no pueden encontrar un mejor acomodo. Lástima que las restricciones impuestas por el coronavirus no permitan que disfrutemos más de las obras que allí se encuentran. El turismo se ha impuesto y la visita a la biblioteca se ha quedado en un mero paseo por sus desiguales cinco salas. Todo se queda en un mero negocio mal gestionado.
“El Licenciado le dijo que le daría a un primo suyo, famoso estudiante y muy aficionado a leer libros de caballerías, el cual con mucha voluntad le pondría a la boca de la mesma cueva (la de Montesinos) y le enseñaría las lagunas de Ruidera, famosas ansimismo en toda la Mancha y aún en toda España.” (El Quijote, cap. XXII, 2ª parte)
“La cuarta es haber sabido con certidumbre el nacimiento del rio Guadiana, hasta ahora ignorado de las gentes.” (El Quijote, cap. XXIV, 2ª parte)
La tradición cervantina alcazareña tiene cuatrocientos sesenta y dos años, remontándose a la propia época en la que vivió Miguel de Cervantes que fue bautizado en Alcázar de San Juan un 9 de noviembre de 1558.
Me pregunta un lector, así como al desgaire, que si mi última novela publicada (Las fisuras, editorial Caligrama) es autoficción. Le miro con gesto contenido, sin saber muy bien qué responderle. Normal, pienso yo, hasta este lector que lee más bien poco, por no decir nada (un par de libros al año), ha oído hablar de la autoficción.
Escribo este par de páginas en las mismas vísperas del quinto aniversario de su muerte allá, en Zahara de los Atunes, donde inalterablemente veraneaba desde hacía más de cuatro décadas. Y lo primero que me asalta es algo que le divertiría mucho, pues Gómez de la Serna —madrileño como él y creador de una corriente humorística que sin duda Krahe heredó y revivificó por los tablados del país— afirmaba que los muertos envejecían en su ejercicio de difuntos, por lo que ya comienzo dudando si titulo a esta nenia “un lustro” o “un quinquenio”; aunque como Ramón no precisó a quién y cómo deben cobrarse los correspondientes devengos, optaré por lustro, que queda mucho más circunspecto y entonado con el género de la necrológica.
Un 16 de Junio de 1969 Armstrong, Collins y Aldrin llegaron a la Luna en el Apolo 11 pero ya en 1870 Julio Verne sorprendía a su público narrando las aventuras de Michael Ardan y sus dos compañeros a la Luna y lo que allí se encontraron. Ha sido la famosa cara oculta de la Luna uno de los fenómenos astronómicos que ha suscitado mayor curiosidad hasta nuestros días.
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