La noticia saltó el día en que veíamos a una precaria orquestina ucraniana intentando levantar la moral de la población a la espera del asalto ruso, en Odesa. Esta columna se hubiera titulado ‘Los músicos del Titanic’ de no mediar el suceso que cerró aquel telediario. Una expedición científica acababa de localizar los restos de un buque no menos legendario: el ‘Endurance’ de Ernest Shackleton. Zarpó en 1914 con una hoja de ruta imposible: atravesar el infierno blanco de la Antártida.
Entre los años 1898-1899 se desarrolló el mayor asedio de la historia militar moderna en la población de Baler (Filipinas). Más de medio centenar de españoles llegaron, en febrero de 1898, a aquel lejano lugar para defender el último reducto de nuestro Imperio de ultramar. En ese contingente iba el jiennense Felipe Castillo Castillo; un soldado de remplazo que fue destinado a Filipinas para hacer el servicio militar. Él nunca podría haber imaginado lo que viviría en aquel lejano pueblo de la isla de Luzón. Durante 337 días estuvo asediado junto a sus compañeros, por los insurgentes filipinos, que tenían como objetivo, eliminarlos.
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Empieza la tercera guerra mundial y yo estoy a punto de cambiar de coche. Después de ver los bombardeos en Kiev, no diré que voy a comprarme un carro de combate, pero me parece una frivolidad romperme los cuernos debatiendo la cilindrada y el color de la tapicería.
“En la India hay muchos sannyasis que renuncian al mundo y muchos brahmanas conocedores de Brahma pero estos dos hombres tenían para mí un significado especial: el sannyasin era catalán y el brahmana era un ‘liberado en vida’ o jivanmukta”.
Conocí a Fernando a mediados de los años ochenta en el pub “Slogan”, de la Corredera Alta de San Pablo, muy cerca del conocido Pentagrama, donde íbamos a beber cervezas y a escuchar música, después pasábamos por el Penta para seguir la juerga. Anteriormente, había coincidido con él en la Facultad de Ciencias de la Información donde ambos estudiamos a la par, él cinematografía y yo periodismo.
Este año viene abarrotado de deslumbrantes efemérides, particularmente para Francia. En unos quince días, por ejemplo, se hallarán ante el cuarto centenario del nacimiento de Molière y para febrero les cumplirá un siglo de la publicación del Ulises, por Shakespeare & Co., en París, y en septiembre, los doscientos años de la transcripción del jeroglífico por Champollion y, después, vendrán los condolidos fastos por la centena de noviembres transcurridos desde la muerte de Proust, y luego… Qué sé yo cuanto más. Pero no crean que se apurarán; al contrario, a los franceses les cunden tanto las conmemoraciones que no me extrañaría nada que mientras les escribo estas líneas estuviesen preparando ya el septuagésimo quinto aniversario de aquella inaugural y asombrosa colección New Look, de Christian Dior.
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Mis sueños se pueden hacer realidad. Si a Isabel Celaá, ex ministra de Educación de infausta memoria, en lugar de mandarla de vuelta a casa, la nombran embajadora en El Vaticano, yo un año de estos gano el Planeta.
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Yo creo que mucha gente miente, no dice lo que piensa o no dice la verdad. No te equivoques, son cosas distintas. Si mientes, tienes intención de engañar, y eso es pecado, que lo sepas. Como cuando Joe Biden dice que agradece la firmeza y unidad de Europa. Al yanqui le importa Europa lo mismo que a mí la Champions League. Cero pelotero.
Durante los dos años que hemos estado sometidos a esta pútrida epidemia, hemos ocupado muchos ratos sueltos especulando en cómo sería el porvenir cuando hubiese desaparecido —o al menos, cuando hubiese quedado reducida a una infección habitual, como la gripe o como cualquier otra de esas enfermedades estacionales y más o menos controladas—; pero, de pronto, ha estallado la guerra en un extremo de Europa; más allá de la Besarabia, en las inmensas llanuras del Dniéper, y ha borrado, como si fuese un estruendoso sortilegio, a la Covid-19 de nuestras mentes; por más que en nuestros hospitales siga matando a un centenar de personas por día.
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Estoy obsesionada con el orden y la limpieza. Ni te imaginas con qué milimétrica precisión doblo el trapo de cocina y lo coloco en la barra del horno. Por no hablar de la vitro, resplandeciente la tengo. Si te asomas, te ves la cara como el espejo del alma. Pa`mí que son efectos colaterales post pandémicos.
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En plena guerra fría, híbrida y eurovisiva, Putin ha ido a Pekín a inaugurar los juegos olímpicos de invierno y pedir ayuda a su colega Xi Jimping. Es apabullante la foto de los dos líderes más poderosos del mundo (Biden está ya p`al desguace) pasando revista a las tropas chinas (eso son tropas y no las del Congreso de los Diputados). Mirada al frente, paso marcial, mismo traje, misma camisa y corbata idéntica.
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Dicen los expertos que el desayuno es la comida más importante del día. Prefiero que me lo diga un tuercebotas que un experto, que lo primero que te recomienda es un kiwi en ayunas. Como le hagas caso no te da tiempo ni de llegar al váter. En esto de los kiwis hay mucho consenso entre los expertos.
Sí un grupo de monjes tibetanos llamará a nuestra puerta para comunicarnos que nuestro hijo es la reencarnación del lama Dorje, gran maestro, y que debe de partir cara al monasterio de Paro Dzong en Bhután, ¿cómo nos comportaríamos? Eso es lo que le ocurre a una pareja normal de Seattle. Muchas personas han conocido el budismo tibetano gracias a películas como está de Bernardo Bertolucci «El pequeño Buddha» o «Siete años en el Tíbet» del desaparecido, explorador, Heinrich Harrer, maestro del actual Dalai Lama, libro del que se han vendido cuatro millones de ejemplares en todo el mundo y que luego sería llevado a la pantalla por el actor Brad Pitt. Pero, ¿qué tiene el budismo que tanto nos atrae? ¿Cuál es su historia?
No ya la ofuscación del disgusto, sino el puro asco me embargó al contemplar, durante este puente de la Constitución, en no recuerdo qué noticiario televisivo a unos populosos grupos de compatriotas, con sus macutos al hombro y bajo unas prácticas ropas de excursionista, que con esa fementida candidez —que es el más vil de cuantos tonos es capaz de emplear el hombre—, afirmaban ante las cámaras que habían desembarcado en La Palma para contemplar la erupción del volcán, porque era un grandioso espectáculo; “una oportunidad única”, aseveró una de ellos; por supuesto, sin variar un ápice ese pringoso timbre de falsa inocencia.
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