Fluir. Dejarse llevar. Caer atrapado en la necesidad de evitar el vacío. Con el sexo. A través del sexo. Después del sexo. Fluir sin mirar al entorno. Gris. Gigantesco en sus edificaciones. Incómodo en su plasmación interior. Desdibujado. Lleno de goteras. Y, tras ello, la sensación de andar perdido. Elementos de un decorado que se reafirman a cada momento en esta película sobre el vacío y los amores líquidos en la generación Tinder.
«Roma, 27 de febrero de 1821
Ya no existe; murió con la más perfecta tranquilidad… parecía entrar en el sueño. El día 23, hacia las cuatro, la cercanía de su muerte se manifestó. “Severn… yo… levántame… me estoy muriendo… moriré fácilmente… no te asustes… sé firme… y da gracias a Dios porque esto ha llegado…”
De lo minúsculo a lo mayúsculo. De lo singular a lo múltiple. De la incertidumbre a la certeza. Del blanco al color. Etapas de creación y reflexión que cubren el proceso del exceso del mundo en el que vivimos y mal habitamos. Un proceso y un exceso que, Irene Cuadrado en su exposición en Casa de Vacas de Madrid, nos los plantea a través de la magia del color.
Hacer de la mirada un arte hasta no distinguir la realidad del sueño, la verdad de la ficción, la nube de la lluvia, el horizonte de la tierra. Y, de esa forma, desplazarnos en una línea recta que nos atraviesa el corazón, explora el mundo de lo incierto, y adivina todo aquello que es inasequible al continuo movimiento que nos condena a no expiar el poder de la mirada sobre el paisaje.
Las trampas del tiempo con la ayuda de los archivos de la televisión hacen posible recuperar el pasado, nuestro pasado. Y, al hacerlo, se vuelcan sobre nosotros de una forma inquietante por ese carácter entre desafiante y veraz que poseen, al ser los testigos de una vida y una verdad que ya no forman parte de nosotros.
Todo ser material o inmaterial tiene su contrario. O el reflejo que nos sorprende cuando somos capaces de verlo. Algo parecido es lo que nos muestra Chema Madoz en las 73 fotografías que, bajo el título de Crueldad, nos muestra en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Ese nuevo espacio creativo que nos propone, es el que transcurre entre la belleza de lo insólito y la perplejidad que nos produce el miedo.
Contemplar la naturaleza imbuido por el rumor que desprenden las hojas de los árboles, las flores, los riachuelos y los cantos de los pájaros. Aislarse para sentir el latido de nuestro corazón, y con él, llegar a crear algo nuevo al ritmo que esa naturaleza nos proporciona. En ese triaje de las sensaciones es donde la sensibilidad del que mira, y la destreza del pintor o el poeta, comienzan a dibujar palabras que de ninguna otra forma hubieran llegado a existir. Palabras que nacen del impulso imaginario que nos mueve hacia la cima de lo sublime o lo inalcanzable.
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El eco de la culpa que nos consume. El eco de la culpa que obviamos nada más girar nuestra cabeza hacia el deseo. Hacia esa incontrolable necesidad de satisfacer nuestras más primarias necesidades.
Atrapar el tiempo, la luz o la vida a través de la mirada. Reflejo íntimo e infinito del alma. Matriz del hombre y su poder de ensoñación. Viaje interpuesto entre realidad y arte. Una distancia que se aminora en cada retrato de Eloy Morales (www.eloymorales.es), tras cada capa de su pintura, en el interior de los ojos que dibuja, y en el reflejo que éstos determinan en la mirada y en la memoria de quien los mira. Observar sin otro objetivo que el del disfrutar del arte.
El desaliento, la apatía, o el célebre desasosiego, fiel acompañante del poeta portugués Fernando Pessoa que le obligaba a caminar solo por el mundo son la cara oculta de una soledad que él remarcaba diciendo: «La literatura es mi forma de estar solo en el mundo».
El dolor que va más allá de los recuerdos y se incrusta como una lanza en el epicentro de nuestro corazón. Ahí es donde acaban las certezas y comienzan los miedos como una melodía de lo inhóspito y lo inesperado. ¿Cabe mayor proeza que la de rebelarse contra el mundo de los deseos? ¿Atacarlos con la firmeza del que anhela destruir la oscuridad en la que se refugian parte de sus miedos, para más tarde, rechazarlos con la certeza de la realidad?
Nadie nos enseña a mirar, como tampoco nadie nos enseña a amar o a encontrar el verdadero sentido de la vida, que para cada uno de nosotros representa nuestro particular deambular por el mundo.
Viajar es explorar la posibilidad del asombro. De ofrecer a la mirada la percepción de lo nuevo. De remover en nuestro interior la textura de los sentimientos y acumular aquello que experimentamos por primera vez a nuestro particular desván de los recuerdos. Los viajes están hechos de recuerdos, y son parte de la materia prima de la que está hecha nuestra memoria.
Observar en lo más profundo del alma humana. Escudriñar aquello que nadie ve, y sentir el impulso de seguir buscando en la oscuridad de la nada. En las primeras experiencias de la vida. En el miedo a exhibir nuestra desnudez a los demás. En el recuerdo del primer amante. Y siempre desde el punto de vista de una mujer. Fuerte. Insólita. Innegociable en los principios y los afectos. Y, tras ella, una mirada sencilla y mordaz sobre la realidad.
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