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Ángel Silvelo

27/03/2023@03:03:00
Por mucho que nos miremos en un espejo la percepción de la vida que transcurre tras él nos está vetada de antemano, casi tanto como el reflejo que de nosotros mismos nos es devuelto. A pesar de ello, día a día luchamos contra esa volatilidad nuestra como ente físico que transita entre realidad y ficción a modo de mensaje onírico; un espacio indefinido que nos persigue por mucho que intentemos obviarlo.

El mundo puede ser tan grande como uno sea capaz de imaginar, pero también tan pequeño como uno necesite. Esa distancia entre imaginación y sentimiento es la que utilizamos las personas para sobrevivir y crearnos un universo propio donde cada uno de nosotros pone sus límites y sus reglas. Límites y reglas que, en el caso de los artistas, acaban plasmando en sus obras. Manifestaciones que surgen de la necesidad de reinterpretar lo que somos y lo que nos gustaría ser. El todo y la nada. La luz y la oscuridad. El yo y el otro.

¿Cuál es la última intención de aquel que escribe? Quizá sea la de atrapar el silencio, y así, destronar al ruido y al eco que nos gobiernan. Ruido y eco como símbolos de lo ajeno. De todo aquello que nos perturba y distrae, pero también de la sima de lo propio. Por inabarcable. Por profunda. Por secreta y silenciosa.

La posibilidad de volver a ver lo que ya no existe es uno de los trucos de magia que nos regala la vida y el mundo del arte. La esencia de la que estamos hechos anhela aquello que fuimos por mucho que nos resulte doloroso, o incluso, cuando tan solo viene acompañado por la melancolía. Una saudade que percibimos tras la fina tela del paso del tiempo.

Caminos y metas que nunca llegamos a transitar o culminar. Sueños que se entremezclan con la verdad sin saber que serán aniquilados por la tenacidad y el herrumbre del día a día. Ahí, donde el despecho del destino se convierte en una tortura: la de la sinopsis de nuestra vida. Vida suspendida de las sombras del olvido. Sombras que deambulan por la pradera de los recuerdos y se tropiezan con la recuperación de la memoria. ¿Quién dijo que en el pasado estaba la solución?

Una historia en la que aborda la figura y obra del poeta portugués Fernando Pessoa
El vicepresidente felicitó a los ganadores del premio de novela corta y poesía, dotados con 12.000 y 5.000 euros respectivamente. La novela ganadora, "Los dioses perdidos", de Ángel Silvelo Gabriel, mezcla la ficción con la ensayística para contar la reconstrucción del pasado familiar del narrador y episodios de la vida de Fernando Pessoa. La obra destaca por su estructura bien ensamblada y su exploración de la vida del poeta portugués a través de diferentes voces.

Autor de “La noche que Luis nos hizo hombres”

La noche que Luis nos hizo hombres” es la última y original novela corta del escritor abulense Ángel Silvelo Gabriel. Parece que le ha cogido gusto al mundo del fútbol el autor. Cuando publicó su anterior novela “La utopía del portero”, primer premio Carlos Matallanas de novela breve; sorprendió a propios y extraños con el cambio de registro literario que emprendía.

Ángel Silvelo, tras La utopía del portero, con la que ganó en el año 2019 el Primer Premio de Novela Breve Carlos Matallanas convocado por AFE, publica La noche que Luis nos hizo hombres, una novela que recupera la cultura del esfuerzo y la superación como mejor fórmula de conseguir nuestras metas.

¿Qué hay tras la línea del horizonte que divide a la realidad de los sueños? ¿Hay esperanza más allá del impenetrable —por aburrido—, día a día que monótono consume nuestras vidas? El ser humano se caracteriza, entre otras cosas, por necesitar del poder de la esperanza. Una especie de pócima que le renueve las ganas de sentir, de ser, de hallarse a sí mismo, o de felicitarse por el mero hecho de estar vivo.

Antes de que Leteo se lleve por delante toda nuestra vida, nos queda una última posibilidad de intentar vencer al olvido: una de ellas es la de dejar un testimonio escrito de ese adiós. Como nos dice Marguerite Duras en Nada más: «Escribir es hablar y callar». Y ella lo hizo.

El viaje y su posibilidad de exploración del mundo; un mundo tanto exterior como interior. El viaje como un mundo de mundos en el que cabe la geografía, la literatura, las corrientes del pensamiento y, sobre todo, la reflexión. Reflexión y expiación de los no lugares de nuestras vidas que se van sobreponiendo en nuestra mente como espacios que revisitar una vez ha concluido nuestro peregrinaje.

El amor, como ese impulso contradictorio que nos mueve de un lado a otro sin parar sin que podamos evitarlo, ni analizarlo. Sin embargo, la libertad de su movimiento nos provoca y provoca ensalzar lo mejor de nuestras vidas; vidas adheridas en demasiadas ocasiones a la mediocridad del día a día. El amor es una expresión de libertad que acelera y frena nuestros sentidos y sentimientos sin una razón ni un rumbo fijo. El amor nos traslada del caos a la gloria sin apenas darnos cuenta.

Leer. Pintar. Buscar. Bucear en las entrañas de la vida y viajar entre las coordenadas geográficas del tiempo. Allí, donde el arte de lo invisible y lo inesperado toma cuerpo, palabra, obra y acción. Allí, donde disfrutar del feliz descubrimiento es una invocación a una nueva vida. Allí, allí, allí… donde anida la materia infinita rodeada de fantasmas.

La vida, en ocasiones, se asemeja a un junco. Un junco que se mueve al ritmo que el viento le marca. Un junco que permanece aterido bajo la nieve en invierno y seco en verano. Ese junco, a través de su movimiento, es capaz de componer una melodía. Una música de los días y las noches. De los silencios y penurias. De los rayos del sol que le enarbolan como el símbolo de la tenacidad de aquel que nunca se vence. Del ejemplo de la sobriedad sobre la belleza que acapara el resto del mundo.

El canto del colibrí se cuela por nuestras ventanas a primera hora de la mañana. Alegre. Travieso. Bucólico, pero no inocente. Lo hace por el mero hecho que sus sonatas son como universos simbólicos no aptos para hipócritas. El colibrí no miente, si acaso se acerca al muro donde la metáfora es pura gloria. Infinita y perversa. Caleidoscópica y mundana. Por lo de «no me toques que te que te». O porque se parece a ese dicho popular de: «no me toques las palmas que me conozco».