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Ángel Silvelo

27/01/2023@11:00:00
Antes de que Leteo se lleve por delante toda nuestra vida, nos queda una última posibilidad de intentar vencer al olvido: una de ellas es la de dejar un testimonio escrito de ese adiós. Como nos dice Marguerite Duras en Nada más: «Escribir es hablar y callar». Y ella lo hizo.

La posibilidad de volver a ver lo que ya no existe es uno de los trucos de magia que nos regala la vida y el mundo del arte. La esencia de la que estamos hechos anhela aquello que fuimos por mucho que nos resulte doloroso, o incluso, cuando tan solo viene acompañado por la melancolía. Una saudade que percibimos tras la fina tela del paso del tiempo.

Caminos y metas que nunca llegamos a transitar o culminar. Sueños que se entremezclan con la verdad sin saber que serán aniquilados por la tenacidad y el herrumbre del día a día. Ahí, donde el despecho del destino se convierte en una tortura: la de la sinopsis de nuestra vida. Vida suspendida de las sombras del olvido. Sombras que deambulan por la pradera de los recuerdos y se tropiezan con la recuperación de la memoria. ¿Quién dijo que en el pasado estaba la solución?

Una historia en la que aborda la figura y obra del poeta portugués Fernando Pessoa
El vicepresidente felicitó a los ganadores del premio de novela corta y poesía, dotados con 12.000 y 5.000 euros respectivamente. La novela ganadora, "Los dioses perdidos", de Ángel Silvelo Gabriel, mezcla la ficción con la ensayística para contar la reconstrucción del pasado familiar del narrador y episodios de la vida de Fernando Pessoa. La obra destaca por su estructura bien ensamblada y su exploración de la vida del poeta portugués a través de diferentes voces.

Autor de “La noche que Luis nos hizo hombres”

La noche que Luis nos hizo hombres” es la última y original novela corta del escritor abulense Ángel Silvelo Gabriel. Parece que le ha cogido gusto al mundo del fútbol el autor. Cuando publicó su anterior novela “La utopía del portero”, primer premio Carlos Matallanas de novela breve; sorprendió a propios y extraños con el cambio de registro literario que emprendía.

Ángel Silvelo, tras La utopía del portero, con la que ganó en el año 2019 el Primer Premio de Novela Breve Carlos Matallanas convocado por AFE, publica La noche que Luis nos hizo hombres, una novela que recupera la cultura del esfuerzo y la superación como mejor fórmula de conseguir nuestras metas.

¿Existe el poder de lo imposible? Aquel que se aferra a nuestras vidas de una forma tan caprichosa como delatora. Ese poder que se transfiere de los muertos a los vivos y nos mantiene en una continua tensión bajo un abrazo imaginario que, sin embargo, da cuerpo a todo aquello que de trascendente o universal tiene lo que en verdad importa. ¿Qué es lo que en verdad importa, la vida o el sueño?

El eco de la culpa que nos consume. El eco de la culpa que obviamos nada más girar nuestra cabeza hacia el deseo. Hacia esa incontrolable necesidad de satisfacer nuestras más primarias necesidades.

El viaje y su posibilidad de exploración del mundo; un mundo tanto exterior como interior. El viaje como un mundo de mundos en el que cabe la geografía, la literatura, las corrientes del pensamiento y, sobre todo, la reflexión. Reflexión y expiación de los no lugares de nuestras vidas que se van sobreponiendo en nuestra mente como espacios que revisitar una vez ha concluido nuestro peregrinaje.

El amor, como ese impulso contradictorio que nos mueve de un lado a otro sin parar sin que podamos evitarlo, ni analizarlo. Sin embargo, la libertad de su movimiento nos provoca y provoca ensalzar lo mejor de nuestras vidas; vidas adheridas en demasiadas ocasiones a la mediocridad del día a día. El amor es una expresión de libertad que acelera y frena nuestros sentidos y sentimientos sin una razón ni un rumbo fijo. El amor nos traslada del caos a la gloria sin apenas darnos cuenta.

Leer. Pintar. Buscar. Bucear en las entrañas de la vida y viajar entre las coordenadas geográficas del tiempo. Allí, donde el arte de lo invisible y lo inesperado toma cuerpo, palabra, obra y acción. Allí, donde disfrutar del feliz descubrimiento es una invocación a una nueva vida. Allí, allí, allí… donde anida la materia infinita rodeada de fantasmas.

La vida, en ocasiones, se asemeja a un junco. Un junco que se mueve al ritmo que el viento le marca. Un junco que permanece aterido bajo la nieve en invierno y seco en verano. Ese junco, a través de su movimiento, es capaz de componer una melodía. Una música de los días y las noches. De los silencios y penurias. De los rayos del sol que le enarbolan como el símbolo de la tenacidad de aquel que nunca se vence. Del ejemplo de la sobriedad sobre la belleza que acapara el resto del mundo.

El canto del colibrí se cuela por nuestras ventanas a primera hora de la mañana. Alegre. Travieso. Bucólico, pero no inocente. Lo hace por el mero hecho que sus sonatas son como universos simbólicos no aptos para hipócritas. El colibrí no miente, si acaso se acerca al muro donde la metáfora es pura gloria. Infinita y perversa. Caleidoscópica y mundana. Por lo de «no me toques que te que te». O porque se parece a ese dicho popular de: «no me toques las palmas que me conozco».

Fluir. Dejarse llevar. Caer atrapado en la necesidad de evitar el vacío. Con el sexo. A través del sexo. Después del sexo. Fluir sin mirar al entorno. Gris. Gigantesco en sus edificaciones. Incómodo en su plasmación interior. Desdibujado. Lleno de goteras. Y, tras ello, la sensación de andar perdido. Elementos de un decorado que se reafirman a cada momento en esta película sobre el vacío y los amores líquidos en la generación Tinder.

«Roma, 27 de febrero de 1821

Ya no existe; murió con la más perfecta tranquilidad… parecía entrar en el sueño. El día 23, hacia las cuatro, la cercanía de su muerte se manifestó. “Severn… yo… levántame… me estoy muriendo… moriré fácilmente… no te asustes… sé firme… y da gracias a Dios porque esto ha llegado…”