"Las calicatas por la Santa Librada" es un relato desbordante sobre un extraordinario hecho real acaecido a comienzos de nuestra posguerra. La novela resultó finalista absoluta del XXIII Premio Azorín de novela.
Como ya sabrán, la semana pasada se cumplieron veinte años de la muerte de Camilo José Cela. Y no quería sustraerme a la ocasión para recordarlo, pues le debo una máxima que siempre me ha regido: el novelista solo precisa de tiempo y memoria; el resto es accesorio, aunque haya que saber procurárselo. De otro modo —es decir, entre escaseces y estropicios— arduamente se puede transitar —y menos, contar renglón a renglón— las peripecias de un semejante, con sus insospechados apuros y logros. Porque una novela, a fin de cuentas, no es más que eso y no debe de tener mayor aspiración que el lector —como su escritor antes— compadezca en la alegría o en la desdicha al protagonista. A veces, si se acierta, puede hasta dar qué pensar, pero esa pretensión —o al menos en mi caso— no debe guiar el relato, porque persiguiendo tal empeño se puede perder por el camino lo netamente humano, verdadera cualidad que palpita en toda buena novela desde el Satiricón (s. I d. C.) hasta hoy, y ya ha llovido.
Me tenía prometido este par de páginas sobre la magnífica exposición de Ramón Masats en la Tabacalera de Madrid, pues si alguna vez he dudado, en mitad del tráfago de colorín y metacrilato de estas últimas décadas, sobre cuál era mi país, me bastaba con echarle un vistazo a cualquiera de sus fotografías para reconocerlo y acomodarme en él de inmediato.
Ignoro si han reparado ustedes en que desde hace unos treinta años, más o menos, ni los guionistas ni los decoradores de Hollywood ponen una suntuosa biblioteca en las mansiones de los potentados de sus películas.
Desde hace un par de años, no puedo evitar una punzada de tristeza cada vez que me detengo ante cualquier quiosco y observo como las antes sólidas pilas de diarios, no son ahora sino unos desmerecidos montoncitos con apenas siete u ocho ejemplares por cabecera.
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Todavía recuerdo cuando, apenas comenzada El nombre de la rosa (1980), el novicio Adso se quedaba absorto ante la portada de la capilla de la abadía. En aquella sucesión de figuritas sobre las arquivoltas, rodeando a la divinidad de su tímpano, el jovenzuelo hallaba prefigurada minuciosamente la gloria a la que aspiraba su alma tras la muerte. Al reproducirnos estas ensoñaciones del frailecico, Umberto Eco deseaba transmitirnos la mentalidad dominante durante el Medievo, donde lo icónico se había impuesto arrasadoramente sobre la palabra escrita; circunstancia capital para entender la época. Y tal vez porque la había orillado en “La Edad Media ha comenzado ya”, primera de las ponencias recogidas en el tomo La nueva Edad Media (1974), le urgiese exponerla con el detenimiento con que se explaya en este singular pasaje novelesco.
Si la desolación no nos aplastase, este año deberíamos de encararlo como una espléndida celebración del cine español, pues ni más ni menos que se cumplen los centenarios de Luis García Berlanga y de Fernando Fernán Gómez…
Mi amigo Federico, tanto por vencer al anonadador tedio en que ha sumido al paisanaje el confinamiento general como para protegerse de las aciagas noticias tras un ejercicio de erudición —una de las más saludables y baratas vacunas de que disponemos los hombres: la consolación por el conocimiento—, se ha dado a documentarse sobre las plagas que han estragado la Historia.
Desde Daniel Defoe, allá por los primeros años del siglo XVIII, los periódicos, las gacetas, los almanaques y hasta los diarios de avisos —en su varia y a veces hasta volatinera periodicidad— han constituido un bastimento para los escritores. Y cuando ya el periodismo, tras un siglo y pico, estableció unos ciertos patrones para presentar la noticia —desde la editorial o el artículo de fondo, pasando por el folletón y el reportaje, hasta la breve gacetilla o el sucinto y expósito suelto—, el escritor también se enfrentó, si quería sacarse algunos cuartos por este conducto, a unas exigencias formales, o si se me apura y de un modo laxo, pero en absoluto desacertado, literarias: las impuestas por el espacio que se le asignaba.
Durante estas fechas, cuando el calor se presenta como un pariente inesperado —sudoroso, inoportuno, atropellado— y la isidrada pisa su meridiano, con alguna sorpresa de tronío y sus tres o cuatro chascos sonados, la feria de los libros planta sus casetas en mitad del Retiro. Quizá sea el acontecimiento más importante de la temporada para cualquier librero de Madrid, que, si no llueve como acostumbra y le toca en un lugar concurrido, puede resarcirse de todo un año viendo llegar el fin de mes como una penitencia.
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