09/12/2022@11:11:00
Una de las perversiones añadidas a la de escribir una novela histórica pasa por el caudal de informaciones desconcertantes a las que puedes acceder. Me sucedió en "El secreto del rey alquimista". Más que la corte del alucinado Rodolfo II, el verdadero protagonista era el llamado ‘Manuscrito Voynich’. Un texto no datado, escrito en un código que ni siquiera los laboratorios de alta computación de la NASA han conseguido descifrar. No era el único, en aquel tiempo todas las cortes europeas recurrían a códigos secretos para encriptar sus comunicaciones. A esa luz, ¿puede calificarse como la gran noticia del año que un equipo de investigadores franceses haya logrado descifrar el “código diabólico” de Carlos V, en base a una carta remitida por el emperador a su embajador en París, Jean de Saint-Mauris?
Tras su inmersión en el mundo de la brujería vasca -“Como el bosque en la noche” (Premio Alfons el Magnànim)-, Álvaro Bermejo regresa a las librerías con “El secreto del rey alquimista”. Una historia ambientada entre el Madrid de Felipe II y la Praga de Rodolfo II, a la que se asoman los lienzos de Arcimboldo, la sombra de El Golem y el enigma de el Manuscrito Voynich. El próximo martes la presenta en Madrid -Ámbito Cultural / El Corte Inglés-, acompañado por la periodista y escritora Anna Grau.
El cuerpo ficticio de san Sebastián y el guiño de Antonello da Messina. Un epígrafe demasiado largo, pero hubiera sido el idóneo. ¿Qué vemos en el lienzo que plasma su martirio? En el lugar del ombligo, un tercer ojo. El que me ayuda a ver lo que quiero contar. La apasionante evolución de la imagen de san Sebastián. Un relato iconográfico que va migrando desde la piedad a la sensualidad, de la “santa herida” a la erotización corporal, hasta convertirse en una herejía para la comunidad católica.
Y tomando a Jorge G. Aranguren como rehén, con el pretexto de rendirle un homenaje, conseguimos que los jauntxos de la Kutxa nos cedieran su flamante salón de actos a nosotros. Enfants terribles entonces, príncipes de la contracultura, orquestamos una performance incendiaria que tuvo como epicentro una escalera de obra. Y ahí estaba Raúl Guerra, sonriendo entre el público. Cae el telón, pasan cuarenta años, y la misma semana en que Jorge me acerca su último libro, ‘Nunca llegan los tártaros’, Raúl pasa al otro lado de la vida dejándome el recuerdo del último suyo, ‘Demolición’, con otra perfomance y una escalera idéntica a la nuestra alzándose sobre sus páginas.
Desde Freud a Fromm, la filosofía psicoanalítica considera todo acto de destrucción o de autodestrucción como una patología que anula la condición humana. Lo inhumano acecha en el umbral de lo humano, como el mal desafía al bien y la locura a la razón. Esta psicopatía se da a todas las escalas: puede afectar a individuos, a naciones, a estructuras continentales.
Por la fuerza de su estilo, agresivo, provocador, tanto más descarnado, se consideraba el Gran Falo de la literatura francesa, pero eligió un nombre de mujer, el de su madre, para violar el falso pudor de las rectas conciencias. Sus panfletos antisemitas le abocaron a un largo Viaje al fin de la Noche, declarado “desgracia nacional” en Francia y condenado a un año de reclusión en Copenhague. Desde su exilio el rey de los malditos seguía soñando con entrar en la Pléiade, “entre Bergson y Cervantes”. Hoy, después de Proust, este precursor del dirty realism es el escritor más leído en su país. La Comedia Humana, al paso de su Guignol Band, acabó por convertir a Louis-Ferdinand Céline en un místico del Infierno.
Su amistad con La Boetie alimentó el rumor de su presunta homosexualidad, pero el Señor de la Montaña amaba a las mujeres tanto como deploraba su exigua dotación sexual. En 1571 emprende la escritura de sus Ensayos resuelto a estudiarse a sí mismo desnudo y sin artificio. Detalla sus prácticas amorosas y se rebela contra el hecho de que el sexo siga siendo un tabú. Un asunto de brujería –la maldición de las agujetas-, erige toda una paráfrasis de su mundo, mientras él buscaba refugio en el seno de las Doctas Vírgenes.
Desde su entrada en París un 18 de Brumario hasta su muerte en Santa Helena, la figura de Napoleón ha provocado un verdadero frenesí exegético. A tanto ha llegado la hagiografía del Gran Corso, que incluso ciertos esotéricos han llegado a postular que nunca existió, que más que un hombre fue un mito solar, un deslumbramiento.
Lo maravilloso en nuestra tradición literaria comienza con una Noche de Reyes que tiene mucho en común con la colección de cuentos más celebrada de todos los tiempos: Las mil y una noches. Evocamos a Shahrazad, la ingeniosa muchacha que consiguió esquivar la muerte narrando cada noche un relato maravilloso ante un califa insomne, y con cada una de sus historias nos preguntamos si la literatura puede desafiar a la vida. Como en el desafío del genio ante Aladino, dentro de este libro de libros arde una lámpara incandescente que ilumina más de dos mil años de historia. De hecho, en las tablillas de la biblioteca de Asurbanipal ya existía una que contiene el embrión de las Mil noches. De siglo en siglo, de Persia a la India, del sánscrito al chino, hasta el árabe de los abasíes y los omeyas, este libro-sueño, obra abierta por excelencia, ha venido creciendo a partir de su leyenda sin que se sepa a ciencia cierta cuál fue su comienzo ni dónde paró su final. Un enigma más, entre las muchas paradojas que envuelven su misterio y su sentido.
"El primer día en que al abrirse los teatros comienzan las máscaras, subí a mi embarcación y fui a la isla de Murano a recoger a MM". Así se inicia uno de los capítulos cruciales en la biografía de un personaje bien particular, el veneciano Giovanni Giaccomo Girolamo Casanova, escritor, aventurero, diplomático, y hasta agente secreto al servicio de la Serenísima República de Venecia.
Lo conocí en Bilbao, hace veinte años. Él sumaba ya cuarenta lejos de este mundo pero, a decir verdad, parecía el visitante más vivo del Guggenheim. Mark Rotkho, el maestro del expresionismo abstracto, había nacido en Letonia, un 25 de septiembre de 1903, y murió en Nueva York el 25 de febrero de 1970, reventado a base de barbitúricos después de intentar cortarse las venas con una cuchilla oxidada, en la soledad más absoluta.
Cuando Unamuno partió hacia su exilio en Fuerteventura solo metió tres libros en la maleta. Uno de ellos era los "Cantos" de Leopardi. Pienso a menudo en esa imagen por una razón: En estos tiempos de coronavirus, la única manera de leer a los clásicos pasa por el exilio interior.
Cinco de la tarde, la hora de entrar a matar en el Ferragosto mesetario. ¿Qué hacer? Inopinadamente, me topo con un DVD que me obliga a enclaustrarme, feliz, en mi biblioteca. La película no es ninguna novedad -se estrenó en 1995-, pero su tema no puede ser más actual. Beaumarchais, L’Insolent recupera el esplendor del Siglo de las Luces, y aún más el de su protagonista, en este tiempo de tinieblas.
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Un códice misterioso –el legendario Manuscrito Voynich-. Dos monarcas en bancarrota –Felipe II y su primo, Rodolfo II el alucinado-. Tres personajes como surgidos de los pinceles de Arcimboldo en ruta hacia Praga, la ciudad de los alquimistas. Y allá, un rabino tirando a inquietante –Judá León, el creador del Golem. Algo que me rondaba como desencajado en mi interior, comenzó a articularse cuando me decidí a ponerlo por escrito. El resultado es una novela entre histórica, esotérica y romántica, donde todo lo que parece increíble es cierto… Y lo que parece más cierto, hijo de la ficción. Esta es la intrahistoria de "El secreto del rey alquimista".
Al fallecer físicamente o al renunciar a su pontificado? En realidad, ¿cuándo muere un papa? Más allá de la hermenéutica, la pregunta adquiere tintes muy novelescos si incluimos la sospecha de un posible asesinato. Porque no es lo mismo una renuncia elegida que otra inducida, y resuelta con un tránsito fulgurante del palio al sepelio. Qué tiempos aquellos de los papas demasiado terrenales en que los anillos pontificios administraban con la misma beatitud la gracia y el veneno.
Vino a este mundo un 28 de diciembre, y por eso, además de Pío, le bautizaron Inocencio. Él se reía al recordarlo, refunfuñando, como siempre. Qué inocentada del destino, qué dos nombres para un anticlerical refractario a todas las iglesias y a todos los dogmas, como Pío Baroja. En honor a su memoria nos reunimos la semana pasada en Euskal Billera, en el corazón de la Parte Vieja donostiarra que le vio nacer, una variopinta legión de incondicionales, conscientes de ‘Las agonías de nuestro tiempo’, hijos pródigos de ‘La casa de Aizgorri’, pero también Zalacaínes en rebeldía frente a todas esas ‘Miserias de la guerra’ donde se abrazan, hoy más que nunca, el conformismo intelectual y la servidumbre voluntaria.
No dudo que dos de los agraciados por los ripios del rapero Pablo Hasél, como Patxi López –“Merece que explote el coche de Patxi López”- o Mario Vaquerizo –“El universo es esquizo, qué diablos hizo para que surgieran engendros como Mario Vaquerizo”- estarán encantados ante la premura con que nuestro Gobierno y doscientos artistas íntimos del ilustre pegamoide, como Almodóvar o Javier Bardem, han reaccionado ante su condena solicitando una revisión de los delitos relacionados con excesos en el ejercicio de la libertad de expresión.
Cuando le concedieron la Medalla Fields, el Nobel de los Matemáticos, su única credencial era un pasaporte Nansen. Dos años después lideraba a los “enragés” del Mayo del ’68. Luego vinieron sus ensayos místicos, la ruptura con todo, el retiro a un paraje perdido del Pirineo francés donde vivió en soledad total durante 23 años. Para entonces Alexandre Grothendieck ya era considerado el último genio de nuestro siglo pasado. Una mente maravillosa comprable a la de John Nash, un soñador de espacios infinitesimales en los que Euclides se hubiera perdido. A su muerte, en 2014, dejaba cuarenta cajas repletas de manuscritos inextricables donde podría cifrarse la ecuación del fin del mundo.
Poeta y profeta maldito, visionario absoluto, creador total, William Blake abominó el racionalismo dieciochesco, predicó la revolución espiritual, denunció la represión sexual y moral. Sus contemporáneos lo tacharon de lunático, su marginalidad fue atronadora. Hoy comenzamos a entrever su vida secreta: presidió la Orden de los Druidas, fue declarado santo por la Ecclesia Gnóstica Catholica, y protagonizó experiencias de muerte en vida dimanadas del Tantrismo. Incomprendido y rechazado en su tiempo, su obra acabaría inspirando a artistas y pensadores como Aldous Huxley, Salvador Dalí o Jim Morrison.
Aclamaron la Toma de la Bastilla como el nacimiento de una nueva era, pero la inversión de la Libertad por el Terror les llevó a permutar una revolución por otra. Si la Francesa acabó en un baño de sangre, ellos impusieron la Revolución de la Sensibilidad. Aquellos beatniks del XVIII que seguían los pasos del joven Werther denegaron el poder de toda sociedad para garantizar el progreso de la humanidad y buscaron la revelación del Yo a través de la soledad. Héroes del abismo, de la melancolía, de los reinos de ultratumba, mientras forzaban los límites de la experiencia, anticiparon nuestra modernidad.
Hace un par de anos años, Frederic Prokosch publicó una novela extraordinaria, "El Manuscrito de Missolonghi", donde reconstruía un diario apócrifo acerca de la tormentosa vida y amores de Lord Byron. Entonces, cómo no, se le tachó de excesivamente fantasioso. El exilio veneciano del poeta no podía dar para tanto. A decir verdad, dio para mucho más. Viene a corroborarlo otro libro, "Débil es la carne", de lectura obligada, no sólo entre el selecto club de los byronianos, sino en beneficio de todos aquellos que necesiten perentoriamente una sonrisa, para convencerse de que, en realidad, es la naturaleza la que imita al arte.
La Navidad es la fiesta que más se celebra, la más antigua y la más unánime, en todo el mundo occidental. Su origen data del siglo IV, cuando la Iglesia impuso el nacimiento de Cristo como “Luz del Mundo”, sobre las fiestas paganas que festejaban el renacimiento del sol, en el solsticio de invierno.
Aunque no lo parezca, el pavor metafísico que experimentábamos durante aquellas noches de difuntos de tiempo atrás, cuando veíamos surgir por la espalda de Don Juan Tenorio al espectro del Comendador, tiene mucho en común con todo lo que fantaseamos –y fantasearemos, una vez que la pesadilla quede atrás- a cuenta de la pandemia del Covid-19.
Siempre me han fascinado las paradojas del tiempo. Coincidencias de fechas como la que unió la muerte de Julio Verne con el nacimiento de la Teoría de la Relatividad. El creador de personajes tan extraordinarios como Phileas Fogg o el capitán Nemo, abandonó este planeta el mismo día en que un genio confinado en una oficina de patentes suiza estableció, en sus ratos libres, primero nada menos que los fundamentos de la física contemporánea y, sobre ella, toda una revolución científica que cambiaría aquella lectura del universo que permanecía inmutable desde Copérnico, Galileo y Newton.
EL CUARTETO BENENGELI
No es país para lectores el nuestro, pero El Quijote sigue siendo un libro para soñadores. Por lo que tiene de plural y poliédrico, siempre jugando con la ambigüedad y el doble sentido, parece burlarse de todo y de todos al tiempo que abre uno tras otro mil enigmas.
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