Al respecto, sobresale la capacidad de Alcide de Gasperi para hilvanar pasado (no tan remoto) y presente (inmediato). Igualmente, nos demuestra que es un hombre de Estado, por cuanto el objetivo que orienta sus intervenciones descansa en la defensa de los intereses de su país, siempre tratando de compatibilizarlos con los del resto de naciones vecinas. Así, rechaza que Italia sea tratada como una de las perdedoras de la Segunda Guerra Mundial y, aunque reconoce las perniciosas consecuencias que supuso el régimen de Benito Mussolini, también reivindica que el fascismo cayó por el rol jugado por numerosos compatriotas suyos. En íntima relación con esta idea, defiende la paz pero no a cualquier precio: “un sistema sano de democracia no puede conseguirse realmente a nivel interno si una nación se encuentra en una posición de pobreza y degradación” (pág. 55).
En su visión de la unidad europea sobresale el protagonismo del mensaje cristiano, fenómeno que no se traduce en un sectarismo de cortas miras. Por el contrario, aprecia la influencia de la concepción liberal del Estado o de la solidaridad de la clase obrera. Como referente más concreto propone a Estados Unidos ya que “constituye una fuerza moral, económica y política” (pág. 56), además de ser una nación que se ha desarrollado al margen de los odios fratricidas que han caracterizado a Europa (pág. 131). Como suma de ambos rasgos, rechaza que la creación de una federación europea responda a la finalidad de servir al imperio americano e ir en contra de Rusia (pág. 161).
Su proyecto de unidad europea trasciende la noción de la misma como una empresa sólo económica, coincidiendo de esta manera con el resto de Padres Fundadores, para quienes el nacionalismo exigía ser superado, precisando De Gasperi que “para unirse, es necesario que cada uno haga concesiones y renuncias, pero cada uno tiene posiciones distintas que defender, algunas responden al discernimiento de un peligro común y por tanto son posiciones que habría que descartar, y otras, en cambio, son la resultante de situaciones geográficas o políticas efectivamente no siempre modificables a corto plazo. Y en ese sentido es preciso burlar esos obstáculos” (pág. 113). Sobre esta última premisa insiste más adelante: “las semejanzas y las convergencias históricas, y también los lazos rotos y posteriormente reanudados, nos indican que la puesta en común de nuestras fuerzas aplaca nuestro rencor y puede proporcionar a Europa la paz interna” (pág. 135).
El terreno en el cual De Gasperi marca una impronta particular es en su llamamiento a la creación de un ejército europeo (nunca con afanes belicistas o revanchistas) que vincula al logro de la unión política europea, aunque el tiempo ha demostrado que el político italiano fue un visionario: “los hay que se preocupan por la lentitud, por la excesiva gradualidad del camino hacia la integración económica y la unificación política de Europa. Una gradualidad razonable debe ser, en cambio, para nuestros amigos, no un motivo desconfianza sino de confianza. Se trata de conseguir una unión política y económica que, para ser seria y sólida, exige un intercambio detallado de ideas y de propuestas y un estudio meditado de las concesiones intercambiables” (pág. 93). Además, el “ideal europeo” no estaba lo suficientemente impregnado en las masas, sino en una minoría de políticos, pesadores e idealistas.
En definitiva, sus discursos alentando la unidad europea no han perdido ni un ápice de actualidad, de ahí la importancia de hacer llegar las tesis de este mayúsculo político, que también representa la época dorada de democracia cristiana, ideología fundamental en la reconstrucción del “viejo continente” tras la Segunda Guerra Mundial.
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