Experiencias vividas, pero también observadas, pues de eso se trata, en este caso, dibujar o materializar en una instantánea el universo en ruinas que nos ha tocado vivir. Josep Piella lo hace mediante la poesía y sus versos diacrónicos, que funcionan igual que artefactos a los que en ocasiones hay que darles cuerda (aporta la imaginación del lector) y en otras no, pues son meros artilugios expuestos para ser observados, pero no para verlos, moverlos o reinterpretarlos. Una de las características de estos caminos, numerados del 1 al 67, es que funcionan igual que pequeños relatos, pues todos se inician con una propuesta que de pronto cambia, pues en ella se cruza la verdadera historia que se fusiona con la anterior para darnos un final diferente: triste, duro o simplemente observable, pensable o incierto, igual que si ese camino que nos propone el autor se interrumpiera abruptamente porque en el mismo a alguien se le olvidó seguir construyendo el puente que nos lleva al otro lado, o porque simplemente ese puente ha sido destruido por un movimiento sísmico. Esa ruptura o discontinuidad también nos habla de la ausencia de ritmo poético en los poemas de El caminante de hojalata, pues estos están al servicio de una humanidad que carece de él. Todo es como un decorado en tinieblas, al modo del que Cormac McCarthy nos retrató en La carretera, pues leyendo los poemas de Piella olemos el olor del miedo y del desastre, y el aroma de los territorios calcinados por la barbarie humana. Tampoco debemos olvidar, que los poemas de Josep funcionan como contraposición a la realidad —a esa falsa realidad con la que el día a día nos atrapa—, pues forman parte de ella —son el lado más oscuro— pero también precisan de su naturaleza para poder fundirse en un grito estremecedor sobre aquello que se nos muestra: muerte, dolor, barbarie, deshumanización, egoísmo. Sin embargo, ese reflejo oscuro, también se alimenta de la parte más visible y luminosa de la vida. No hay pobres sin ricos, no hay muerte sin vida, no hay egoísmo sin ternura…, y así hasta cumplimentar el largo catálogo de contrarios que se forman y pertenecen a cada ser humano.
Caminos, sendas, huellas…, que nos definen y nos condenan, pero también que nos redimen de nuestras miserias, porque siempre hay un rayo de luz al final de esta huida hacia adelante. Si miramos hacia atrás nos estremecemos, pero si lo hacemos hacia adelante, nos engañamos con esa última esperanza que ansiamos llegar a tocar. El caminante de hojalata nos propone eso, llegar al final del camino con el alma limpia, para de ese modo, poder volver a reinterpretar el mundo y hacerlo de la forma correcta y, alcanzar así, ese paraíso del que un día nos hablaron, pero que no supimos encontrar.
Camino III
Esta noche duermo solo
En un claro del bosque.
Cientos de ramas pronuncian mi nombre y
El de muchos otros.
Con dos manos en forma de caracolas
En las que se oye el mar
Tapo mis oídos e intento dormir.
Me siento como el niño que ve cerrarse la puerta
Tras el beso de papá.
Solo queda silencio
El mismo que precede al convicto antes
de escuchar la condena.
Busco los personajes de todos los cuentos
Infantiles para prenderlos en la hoguera y
Dar calor a tanta ausencia.
Como nos dice
Josep Piella en la contraportada de este poemario intenso y existencial: «Camina junto a mí, querido lector, en estos poemas donde la falta de luz no impide que podamos avanzar hacia un nuevo amanecer. En ellos verás soledad, muerte, tristeza, dolor, pérdida… pero también amor y esperanza.
Recuerda que los poetas, cuando escribimos, tenemos la mitad del alma en el paraíso y la mitad del alma en el infierno.” Un viaje a lo largo de un universo en ruinas, pero un viaje, al fin y al cabo, en el que ver y compartir el alma del ser humano.
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