La autora elige una serie de marcos (cavernas) que reflejan cómo es y en qué consiste el progresismo, desgranando sus argumentos principales y mantras predilectos.
Sin embargo, no se trata de una crítica aislada sino que añade un elemento que enriquece su exposición: el progresismo no se conforma únicamente con decir qué está bien y qué está mal, qué es lo correcto y qué no, sino que tiene como objetivo último estigmatizar a la derecha, cuya imagen distorsiona. A modo de ejemplo de esta tesis, las palabras de Almudena Grandes: “la derecha española arrastra una deformación congénita, basada en la convicción de que este país le pertenece porque para eso lo ha heredado de sus antepasados, que la impulsa a confundir sus deseos con la realidad. Cuando dicha ecuación se ve alterada por cualquier factor, reacciona siempre con la misma violenta agresividad” (pág 256).
Como el lector comprobará, esa izquierda radical que describe minuciosamente
Edurne Uriarte, combina a partes iguales carácter retrógrado, buenismo y la manipulación de la historia como arma arrojadiza contra la derecha. En función de este modus operandi, para el progresismo las dictaduras comunistas parece que no hubieran existido, cuando en realidad “fueron más asesinas que la nazi y la fascista” (pág. 13), advierte la autora.
Asimismo, a lo largo del libro hallaremos un buen número de sentencias por parte de Edurne Uriarte, alejadas de lo abstracto, retórico y demagógico. Para ello, pone ejemplos de cómo algunos iconos intelectuales justificaron y publicitaron a tiempo real las dictaduras soviética y china (los casos de Pablo Neruda y Simona de Bouvoir).
Hoy en día, el régimen comunista de Cuba es alabado por la causa progresista, presentándolo como un paraíso idílico cuando la realidad es antagónica: opresión, hambre y ausencia de libertad definen al sistema que Fidel Castro inició y su hermano Raúl continuó. Uriarte, al respecto, argumenta lo siguiente: “han cambiado, eso sí, los contenidos identitarios de la izquierda en la actualidad. Los regímenes comunistas perdieron su fuerza y su prestigio. Y nuevas causas se han desarrollado en los últimos años. La justicia social en los países musulmanes, el derecho a la identidades, sean nacionales, sexuales o lingüísticas, el ecologismo y el feminismo o el pacifismo” (pág. 87).
Otra parte destacada de la obra, es la dedicada a explicar la manipulación que del lenguaje hace esta izquierda radical. En este sentido, si hay un vocablo que desgasta, es el de “paz”, desnaturalizando su significado. Su uso reiterado le sirve para avalar cuantas empresas se propone (la rendición ante ETA, la intervención en Libia…).
Finalmente, al terrorismo de ETA le dedica un brillante análisis, principalmente al proceso negociador iniciado por Rodríguez Zapatero a partir de 2006. El que fuera presidente del gobierno español (2004-2011) se ha convertido por derecho propio en el paradigma de lo que implica el progresismo. Así, cuando inició “el proceso de paz” argumentó que “la paz es una tarea de todos; la paz será fuerte si tiene profundas raíces sociales y si abarca al conjunto de la sociedad vasca (…) Soy plenamente consciente de que los ciudadanos tienen un gran anhelo de paz y una exigencia de máximo respeto a las víctimas del terrorismo y a sus familias. Como presidente del gobierno de España, asumo la responsabilidad de colmar ese deseo de paz y esa exigencia de máximo respeto y reconocimiento a la memoria, al honor y a la dignidad de las víctimas del terrorismo y sus familias” (pág. 158).
Como explica la autora, la actuación liberticida de ETA siempre ha hallado oxígeno a través de sectores de la clase política e intelectual. Ambas han rebuscado lo indecible para excusar a una banda terrorista que durante más de cinco décadas sembró el terror en España a través de la comisión de asesinatos, chantajes, secuestros, amenazas o extorsiones. El dramaturgo madrileño Alfonso Sastre, cercano a las tesis de la izquierda abertzale, efectuaba el siguiente diagnóstico: “una parte de la opresión de España sobre el País Vasco ha desaparecido tras 30 años de democracia, pero otra no. Sólo con la actuación de la policía no se acabará con la violencia etarra y eso parece indudable. Por tanto es necesario negociar con Eta, y, sin negociación, no habrá paz” (pág. 18)
Interpretación tan falaz como sesgada y falsa, puesto Sastre “olvida” que el mayor número de víctimas mortales que se ha cobrado ETA ha tenido lugar en democracia. La simbiosis entre condescendencia e equidistancia lleva a una perversa inversión de objetivos: se menosprecia, se insulta y se relega a un lugar secundario a las víctimas del terrorismo, mientras se persigue que el entramado cercano a la banda terrorista se integre en la sociedad. Quien se oponga a ello, será tildado de contrario a la paz.
En definitiva, nos hallamos ante una obra valiente.
Edurne Uriarte refuta el pensamiento progresista, dando nombres y apellidos de sus propagandistas, explicando cuáles son sus “blancos favoritos” (Israel, Estados Unidos, la Colombia presidida por Álvaro Uribe…) y enumerando sus referentes políticos (Obama) y mediáticos (El País).
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