Martín, Paulina, Matilde y Lucas se verán abocados, al igual que miles de personas durante la Guerra Civil, a una huida a la desesperada por territorios desconocidos, un periplo estremecedor que parte de su caserío natal, cerca de Bilbao, hasta Santander, y de allí a ese pueblecito francés donde por fin son acogidos. Nada saben de sus padres, ni de sus tíos o los primos que han dejado atrás. A su aita Tasio se lo llevaron junto con sus vacas unos soldados republicanos en retirada, y su ama Teresa, enferma, desapareció en un hospital de Santander.
La lengua de los secretos es una novela que se enmarca en la mejor tradición de narradores vascos, desde Bernardo Atxaga y Kirmen Uribe o Ramón Saizarbitoria. Comparte con ellos la mirada infantil sobre las atrocidades de la guerra, el interés por el pasado reciente del País Vasco, el punto de vista de los derrotados del 1939 y una magia, fruto de la imaginación desbocada de Martín, el niño protagonista, que convierte su huida del infierno en un cuento de aventuras en donde él se ve como Peter Pan, el jefe de los niños perdidos. Aunque a veces también se cree el Soldado Messerschmitt, un miliciano extremadamente valeroso que toma el nombre del último modelo de caza alemán.
”¿Quién pierde en las guerras?, le pregunté un día. Esperaba que respondiera ‘los niños’, por lo que le había tocado vivir. Sin embargo, mi aita dejó pasar un rato, y luego susurró: ‘Los padres’. Se miró las manos y continuó hablando con una mirada velada hacia dentro. ‘El ser humano’, dijo, ‘puede superar la muerte de sus padres; es ley de vida, son mayores que tú. Pero imagina que pierdes a cuatro, a cuatro de tus hijos en la guerra… Eso no lo supera nadie’”.
La lengua de los secretos es también una muñeca rusa que esconde una novela dentro de otra novela. La relación del padre que se enfrenta con el hijo a la ingente tarea de hilvanar la historia pasada es otra de las tramas que tejen la obra de Martín Abrisketa. A través del recuerdo, Martín padre podrá liberarse del dolor, mientras que con la escritura, Martín hijo tendrá la oportunidad de acercarse a su aita y recuperar el equilibrio que perdió años atrás.
Martín Abrisketa consigue de forma magistral combinar las voces del Martintxo niño, del Martín ya viejo y la del narrador, y hacerlas absolutamente creíbles en un engranaje donde cada registro está medido y controlado como si fuera una pieza de orfebrería. La voz del niño es risueña y atrevida: “Me llamo Martín Abrisqueta y soy especialista en grillos. También soy de los primeros de clase; bueno, sólo a veces, pero eso es por culpa de las vacas. Es que tengo que sacarlas para que coman. Una vez se murió una, pero no importa porque tenemos más”.
“Martintxo se eleva sobre el miedo porque imagina, porque sueña, porque confunde, porque decide confundir, creer en Nunca Jamás”. Fantasear con que se encuentra en un país de fábula, sin adultos, le ayuda a alejar la idea de que tal vez se hayan quedado huérfanos.
El Martín de 2012 es un hombre viejo, enfermo del corazón y cansado que sin embargo aún guarda en la mirada la chispa traviesa de cuando era niño: “Su memoria es selectiva: se acuerda fundamentalmente de lo bueno y relega lo malo a un segundo plano. Sus aventuras son bonitas porque una maravillosa nube de algodón, la imaginación, protegió su infancia y difuminó lo que le resultaba insoportable”. También es un hombre que quiere cerrar el círculo de su vida volcando su historia en la novela que escribe su hijo y cuyos capítulos él repasa con denuedo para que nada caiga en el olvido.
El autor ha sabido recrear en
La lengua de los secretos el mundo infantil de una manera ejemplar y consigue explicar de una forma casi poética los bombardeos alemanes de Bilbao gracias a la mirada limpia e ingenua de Martín y sus amigos, que ven la guerra como un juego de mayores: “Juan ¿cuándo vas a tener vacaciones en la guerra? Es que aquí nadie me hace caso, los demás mayores no son como tú, no quieren que les pregunte cosas. ¿Tú sabes si en Cardiff se comen a los caballos? Ven pronto, por favor”. O cómo Martintxo encaja más adelante la muerte en combate de uno de sus amigos mayores, precisamente Juan, a quien le envía cartas a la Luna, “que es donde van las personas que se mueren” según la tradición vasca.
Al principio, para los críos de La Peña, el barrio de Martintxo, los bombardeos de Bilbao eran solamente un espectáculo aéreo, macabro pero muy entretenido: “Satur señaló al cielo con un dedo emocionado cuando vio aparecer a los ángeles del demonio entre las montañas. Eran trimotores Junker 52 y, como siempre, volaban en formación de a tres, dibujando triángulos perfectos en la imaginación de los niños. Desconocían por qué, pero nunca se les ocurría hacer un círculo”.
“Con tanta medida de precaución, habían perdido la oportunidad de saludar a Klaus Rapke, El Abuelo (piloto del caza de reconocimiento que anunciaba la llegada de los bombarderos). Pero daba igual, el espectáculo había crecido en alicientes. Se tumbaron sobre la hierba, desplegaron una sonrisa y Satur se colocó las tapas de betún en los ojos; nunca se separaba de ellas” (eran gafas antibombas).
Hasta que Martintxo tuvo que enfrentarse al horror que llevaban esos aviones en sus terribles vientres: “Voló un tranvía por los aires, estalló una casa en pedazos, se abrió la tierra alrededor y entonces, por fin, escuchó algo, el primer sonido entre la destrucción: un lamento largo, sostenido, su propia voz sollozando”. “Aquel triste día de abril de 1937 los alemanes segaron la vida de muchos bilbaínos. La estrella negra en la que Matilde creyó reconocer la muerte finalmente fue a parar a una fábrica de zapatillas del barrio de Santuchu”.
“Por fin, los alemanes llegaron a su cita, y ¡booouum!, ¡booouum!, el cine salió a todo correr detrás del señor que siempre sabía dónde estaba el refugio. Ya era hora. El soldado Messerschmitt asomó las orejas a la escalera para ver si bajaban pasos desde la buhardilla, pero lamentablemente no fue así. Con esa, las mujeres que gritan llevaban ya siete noches sin acudir al refugio, el mismo tiempo que los niños sin disfrutar de su cama”.
Y la huida, que pilla por sorpresa a los niños en Santander, cuando sólo pretendían pasar las horas al lado de la cama de hospital donde yacía su madre moribunda. Los rebeldes están cerca y se tiene que evacuar la ciudad y Martín y sus hermanos desaparecen en la marabunta de desesperación sin que quede ningún rastro de ellos. Hasta muchísimo tiempo después: “El tren se movía con exasperante lentitud, como si pretendiera huir de la muerte a la velocidad absurda de un caracol tonto. El sonido de las ruedas oxidadas trastabillando sobre las juntas de los raíles apenas disimulaba el horror de los disparos. Todo el vagón permanecía con la cara pegada al suelo, pues algo les decía que ahí abajo, tirados entre paja y boñigas de vaca, se hallaban más seguros”.
Martín Abrisketa (Bilbao, 1967) comenzó a escribir
La lengua de los secretos en 2011, movido por una necesidad interior. Periodista, guionista y reportero gráfico, cree durante años que con una cámara de televisión al hombro es feliz. Fue así hasta que tropezó con la historia de Martintxo.
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