John Keats llegó a Roma el 15 de noviembre de 1820, y murió en esa ciudad el
23 de febrero de 1821 (alrededor de las once de la noche), poco más de tres meses después. Si exceptuamos los quince primeros días de su estancia en la ciudad eterna, en los que el poeta pudo subir y bajar las empinadas escaleras de la segunda planta del número 26 de la Plaza de España (más conocida como la Cassina Rosa y sede de la actual Keats-Shelley House), o dar unos contados paseos por los Jardines de Villa Borghese que, compartió, tanto con su inseparable amigo y albacea de sus últimas voluntades Joseph Severn que le acompañó desde Londres, como con el teniente Elton o la mismísima Josephine Bonaparte (hermana pequeña de Napoleón), John Keats apenas pudo ver por sus propios ojos la inmensidad de la belleza que Roma muestra a todo aquel que pasea por sus calles o visita sus iglesias, catedrales o museos.
El poeta desheredado por la salud tuvo que soñar su propia ciudad capitalina; una constelación de imágenes que seguro que vio a través de una luz color naranja, pues ese es el tono de la atmósfera en Roma cuando el sol se refleja en las tejas de los edificios que dibujan el horizonte de la capital italiana, solo interrumpidos por unos blancos renegridos, por el agua de lluvia, de las cúpulas de sus iglesias o basílicas. Este paisaje lo describe
Ángel Silvelo en su novela,
Los últimos pasos de John Keats, así: «Como le dije a la Sra. Brawne, en una carta cuyo significado no era el que ahora trato de exponer: «esto parece un sueño…», y hasta la vegetación se muestra compasiva con nuestros anhelos. En los días plenos de sol, aparte de hacernos creer que estamos en primavera, aprovechamos para disfrutar de las inigualables y bellas vistas que la ciudad de Roma nos brinda desde la atalaya que se alza sobre la Piazza del Popolo; terraza de caprichos y victorias, balcón de instantáneas milenarias que han ido mejorando con el paso del tiempo. Miguel Ángel, Rafael, Sangallo… todos ellos escondidos tras sus obras de arte y firmes ante el paso del tiempo. No puedo expresar mayor felicidad que esta, la del artista que presenta batalla y vence al transcurrir de los días. La infinitud dentro de la finitud más exigua. Esta sensación de vivir en una constante eclosión de colores me hace volver a ti, Fanny, cuando te dije: finjamos que volveré en primavera. Si me dejo llevar por esta inesperada amalgama cromática que se presenta ante mis ojos, en la que los tejados oxidados se funden con el límpido y tenue reflejo azul del cielo que cae como una cascada que impregna de tonos blancos y grisáceos los mármoles de una gigantesca arquitectura, me olvido de nuestra amarga y dura despedida, y me siento con fuerzas para volver a ti».
Aunque tampoco se nos puede olvidar que, la Roma que acogió a Keats, es también la del escritor ruso Nikolái Gógol, que vivió en la ciudad de 1838 a 1842, y de la que en su relato Roma, nos dice: «... Roma es una ciudad recorrida por el ganado, donde se entremezclan los excrementos de los animales con la sangre de los mismos que queda depositada sobre los adoquines de la ciudad», tal y como nos recuerda Antonio Rivero Taravillo en el suplemento El Viajero del diario El País publicado el 23 de septiembre del año 2006. Unos adoquines, en los que el poeta romántico tropezaba más veces de las deseadas; una complicada alfombra que él, a medida que pasaron los días, y antes de permanecer anclado para siempre en las oscuras moradas de la casa que le acogió, solo pisó para desplazarse hasta el Caffé Greco en Via Condotti, situado a poco más de doscientos metros de su morada, y al que Severn le llevaba para crear en él una ensoñación del mundo romántico que habían dejado en Inglaterra. De ahí, que uno de sus últimos paseos por la bella Roma lo diese por la cercana Via del Corso que desemboca en los famosos Foros romanos.
Por tanto, no debe resultarnos extraño que, en ese corto espacio de tiempo, Keats tuviera la capacidad de inventarse a sí mismo su propia morada, porque eso fue Roma para él, el último refugio al que retirarse para morir, y una ciudad que se le apareció como en un sueño, porque no se nos debe olvidar que la Roma milenaria y provocadora, estimulante y bella a la vez, es el mejor de los cofres donde guardar nuestros sueños. Un espacio que encaja perfectamente en la mente de un poeta que dejó dicho en una de sus composiciones poéticas titulada, Oda a una urna griega: «la belleza es verdad; la verdad, belleza - Todo eso y nada más habéis de saber en la tierra».
No debemos obviar que John Keats, cuando llegó a Roma, sabía que se iba a morir, y él, a pesar de todo, le presentó batalla a la muerte, primero a través de las palabras que antes había escrito, y luego, cuando ya no pudo escribir, con la fuerza de sus sueños. A pesar de todo, y de las múltiples contradicciones que acogieron a su espíritu los tres últimos meses de su vida, el poeta siempre tuvo un deseo: no morir en ese anonimato universal en el que casi siempre nos desenvolvemos (solo hace falta recordar su epitafio: «aquí yace alguien cuyo nombre estaba escrito en el agua»), y con ello, vencer al silencio. De ese deseo, nace el incansable anhelo del poeta de vencer a la muerte a través de las palabras. Una angustia vital que, podemos adivinar, si repasamos parte de los episodios más relevantes de su vida mediante los diálogos interiores que establece, por ejemplo, con su mejor amigo, Charles Brown, o con su primer editor Leigh Hunt, o con sus hermanos George y la pequeña Fanny, o mediante los largos viajes oníricos con los que entrelaza sus deseos y sus sueños cuando reclama apasionadamente la presencia de su amada Fanny Brawne. Roma, para John Keats, fue un sueño, un sueño bello y terrible a la vez, pues no cabe un mayor contrasentido que el de morir lejos de casa y de los tuyos, cuando el propósito del viaje es regresar sano y salvo a los lugares que te vieron nacer y crecer, para de ese modo, intentar, una vez más, levantar de las cenizas del olvido una carrera literaria con la que proporcionarse un poco de éxito y de gloria.
John Keats nos invita a imaginarnos la vida por encima de la propia realidad. Una realidad que, en sí misma, fue dura incluso cuando emprendió viaje a Roma, pues tanto Joseph Severn, su amigo y compañero de viaje, como el propio Keats, al llegar a Nápoles, tuvieron que permanecer aislados en los camarotes del barco para cumplir con la obligada cuarentena. En ese continuo balanceo sobre la cuna del mar fue donde el poeta británico compuso sus últimos versos de una forma casi enfermiza, como si ya adivinara que esos serían, en efecto, los últimos que sus manos trasladarían al papel. Y por si no fuera poca la angustia que durante esos días se instaló en el espíritu del poeta, la realidad que se le presentó cuando por fin tocaron tierra firme no le resultó demasiado halagüeña, pues en el contexto histórico de las revoluciones liberales de 1820, el reino de Nápoles fue uno de los focos europeos donde en julio triunfaron las revueltas liberales hasta su posterior deposición en octubre de ese mismo año, justo cuando Keats llega al puerto de Nápoles. El poeta, como buen representante del movimiento romántico de su época, está en contra del absolutismo, y lo expresa así en la novela de Ángel Silvelo, dejando claro su necesidad de llegar a Roma: «En mi caso, por ejemplo, en Nápoles no podía soportar la idea de ir a la ópera, a causa de los centinelas instalados constantemente en el escenario, a los que al principio tomé por integrantes del conjunto escénico. Iremos inmediatamente a Roma, dije. Sé que mi fin se aproxima, y la constante y visible tiranía de este gobierno me impide tener tranquilidad espiritual. No podría descansar aquí. Ni siquiera mis huesos he de dejar en medio de este despotismo».
En este sentido, podríamos apuntar que un escritor, transforma la realidad en la que se circunscribe su mundo a través de las palabras, en un proceso donde se combinan sueño e idea. John Keats lo intentó a través de su poesía, pues con ella intentó cambiar el mundo, a pesar de que solo escribiera durante cuatro años. El poeta de la melancolía inalcanzable llevaba un tiempo sin escribir nada antes de acometer la cuidada creación de sus famosas odas, con las que ha podido superar al paso del tiempo. Como dice en el último poema que le escribió a su amada Fanny Brawne: «si firme y constante fuera yo, brillante estrella, como tú»… un poema que compuso el 28 de septiembre de 1820 mientras se alejaba de la isla de Wight, un lugar que le colmó de felicidad en 1817, y en donde también engendró su largo poema épico Endymion, famoso por su verso inicial: «algo bello es un goce eterno». Sin embargo, en esta última ocasión, el destino era otro, y le servía al poeta para poner distancia de por medio con su añorada Inglaterra y con su amada Fanny Brawne, destinataria de estos últimos poemas si exceptuamos los que escribió por pura desesperación en el puerto de Nápoles mientras iniciaba el más penoso de los viajes, el de su muerte. El viaje a Italia era la última oportunidad de conquistar lo imposible que, en su caso, era buscar una posibilidad de sanar de la tisis que persiguió, como una epidemia, a varios miembros de su familia (a su madre, a su hermano Tom y a él mismo), por lo que podríamos definir su accidentado periplo por el mar que le llevaría hasta Nápoles como de una huida hacia delante, en la que el sol y la bonanza climatológica serían sus recompensas. Un premio que nunca llegó a obtener, porque Roma, su destino final, se convirtió en la máxima expresión de la ausencia de capacidad creativa a la que la enfermedad le postergó. Roma, cuna del arte y la belleza, fue la antítesis de sus dotes poéticas, donde la contemplación era el auténtico camino hacia la belleza. En este sentido, Roma para Keats también fue una especie de cárcel con barrotes de oro, y la máxima expresión de la libertad que él solo alcanzó con la muerte. En Roma fue víctima de la desesperación que la tisis le producía, y que la distancia que le separaba de su amada Fanny Brawne le aumentaba, y allí cayó como un soldado que se erige en el héroe de su propia derrota. No cabe mayor expresión de su soledad que la del propio epitafio: «esta tumba contiene todo lo que fue mortal de un joven poeta inglés que, en su lecho de muerte, con el corazón lleno de amargura, al malicioso poder de sus enemigos deseó que estas palabras fueran grabadas en su lápida: aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua».
El próximo 23 de febrero se cumplirán ciento noventa y cuatro años de su muerte. A las cuatro de la tarde del 23 de febrero de 1821 pronunció sus últimas palabras: «Severn, yo… incorpórame… me estoy muriendo… moriré tranquilamente… No te asustes… sé fuerte… y gracias a Dios que esto se acaba». Después simplemente depositó su cabeza sobre la almohada de su lecho, hasta que a las once de la noche dejó de respirar.
No obstante, el final de este viaje acaba en el cementerio protestante de Campo Cestio en Roma; una afirmación que por otra parte no es del todo cierta. Sí, es verdad que su sepultura no tiene nombre, y que en su lápida se puede leer el famoso epitafio que inventó días antes de morir, sobre el que hay una imagen de una lira a la que le faltan la mitad de las cuerdas (idea de Joseph Severn). Y que a unos metros a la izquierda, justo en la tapia del cementerio, hay un medallón con una efigie y unos versos en los que se puede leer su apellido en acróstico vertical. También es verdad que Shelley llevaba un libro de Keats en el bolsillo cuando murió ahogado en un naufragio un año después en la Toscana, y que antes, le dio tiempo a escribir el poema Adonaïs en honor de su amigo que describe muy bien el cementerio donde descansan sus restos, y donde el poeta romántico dio sus últimos pasos en la ciudad de Roma: «el cementerio es un espacio abierto entre ruinas,/ y en invierno lo cubren violetas y margaritas./ Podría hacer que uno se enamorara de la muerte/ al pensar en ser enterrado en un lugar tan grato”. Un lugar que Lord Houghton define así en su libro Vida y cartas de John Keats: "... uno de los más hermosos lugares donde pueda reposarse la mirada y el corazón de los hombres. Es un declive lleno de césped, entre las ruinas de las murallas de Honorio correspondientes a la ciudad reducida, y dominada por la tumba piramidal que Petrarca atribuyó a Remo, pero que la verdad arqueológica a adscrito al nombre más humilde de Cayo Cestio, tribuno del pueblo, sólo recordado por su sepulcro». Y que incluso Severn, tampoco pudo evitar describir las sensaciones que le producía, y así lo hace en una carta que escribió a Mr. Haslam diez semanas después del óbito de Keats: «anduve por allí hace pocos días, y vi que las margaritas la han cubierto ya enteramente. Es uno de los lugares retirados más hermosos de Roma. No se encontraría un sitio semejante en Inglaterra. Lo visito con una deliciosa melancolía, que alivia mi tristeza. Cuando me acuerdo del largo tiempo en que ni un solo día estuvo Keats libre de agitación y tormento tanto del alma como del cuerpo, y que ahora yace en reposo con las flores que tanto deseaba sobre él, sin otro sonido en el aire que el de las esquilas de unas pocas ovejas y cabras, me siento realmente agradecido de que esté aquí, y me acuerdo de cuán ardientemente rogaba porque sus sufrimientos llegaran a su fin y pudiera alejarse de un mundo donde ya ni un solo ápice de alivio quedaba para él». Sin embargo, lo que nunca se nos puede pasar por alto es que ese no es el final del viaje, pues tras el cuerpo del hombre que permanece enterrado bajo tierra quedan sus palabras, las palabras del poeta que, siempre, estarán presentes a lo largo del tiempo.
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