Es juicio más importante el del censor que el del taxónomo, que perfectamente conoce la estructura de la sensibilidad pública, tan acomodaticia como la peor, como la buena política. Las comedias de enredos o de caracteres, bien miradas, y uso la palabra mirar como la usó Sor Juana en su soneto 145, es decir, para hacer del ojo un agudo instrumento de análisis, pueden cambiar de nombre si se las ve de cerca o de lejos. Dos o tres personalidades magníficas, sólo oteadas, forman un simple enredo; un banal enredo, revisado con atención, saca a la luz personajes grandes o propincuos. Es la cercanía lo que habilita las “imposibilidades convincentes” y la lejanía lo que da crédito a las “posibilidades no convincentes”, recordando a nuestro Aristóteles.
Como los que invadieron Jericó hemos tenido que dar rodeos, pues sólo éstos nos permiten acometer los grandes problemas de la filosofía, siempre inmersos en el arte mayor. Quitando fechas, nombres de compañías, impertinencias psicoanalíticas, anécdotas dueñescas y datos filológicos más útiles para el arqueólogo que para el lector, presentemos la obra de
Ruiz de Alarcón intitulada
La verdad sospechosa. ¿Protagonista? Don García, un mentiroso. ¿Objetivo del protagonista? Una tal Jacinta… o una tal Lucrecia. ¿Lugar de los acaecimientos? Madrid. ¿Motivos de la obra? Dinero, mentira, galanteo y honra.
El público estólido, que prefiere los efectismos y los tiranos, las grandes personalidades, causas históricas, verá en tan deliciosa obra una oportunidad para aplicar lo que ha aprendido de psicología, puras paparruchas; el culto, al revés, verá batallar fuerzas eternas. Honra y mentira jalonearán los sentidos de los letrados y dinero y galanteo los de los vulgares, avisamos. Unos experimentarán fruición con los monólogos encubiertos, apartes y discursos retóricos, y los otros, los juiciosos, con los diálogos cortos, reales.
Tenemos apuntado que Don García es mentiroso ilimitado, y ahora sumaremos a sus vicios su facilidad para el amor, que lo mueve al nominalismo erótico. Él cree que la que lo impresiona se llama Lucrecia, cuando es Jacinta la que lo flecha, mezcolanza de nombres y circunstancias ésta que lo impulsa a mentir consciente e inconscientemente. Quien miente sin saber que lo hace dice “imposibilidades convincentes”. Don García inventa su procedencia (¡indiano!), su estado civil (¡casado!), que le ha nacido hijo y hasta que ha celebrado famosas fiestas, y todo con tal de aderezar su talante, cosa primordial en un Madrid atestado de mentirosos. Sus ardides taracean la comedia y mantienen suspendido al público vulgar, que a cada paso cree que Don García, improvisador magistral, será descubierto, y razonando al público culto, más realista y sabedor de los embelecos de todo galán romántico.
En
El estudiante de Salamanca, de Espronceda, hallamos rápido dibujo psíquico contra el cual cotejar la mente de nuestro mentiroso:
Siempre en lances y en amores,
siempre en báquicas orgías,
mezcla en palabras impías
un chiste a una maldición.
La enseñanza de
Ruiz de Alarcón, refiere Castro Leal, apuntador de la edición barata que manejo, es: en Madrid peor era la indiscreción que la falsedad. ¿Y no es tan didáctico mensaje también político? ¿Podríamos enristrar tantas mentiras como Don García en una sociedad descreída de la palabra? Don Juan, que con Don García brega en la comedia por el amor de las confusas, luego de escuchar las mentiras de Don García se convierte en prueba de la credulidad que los españoles del tiempo de Ruiz de Alarcón tenían hacia la palabra. Oigamos (Acto II, XI):
Con eso se aseguró
la sospecha de mi pecho,
y he quedado satisfecho.
¿Quién no sabe que los romances y las picarescas historias encuentran siempre base sólida en la palabrería? ¿Cuál es el carácter de Don García? Ni es malo mentiroso ni hombre honesto y bueno, sino simple estudiantón que con razón subestima la amenguada intuición de la madrileña corte, incapaz en la época en que tienen lugar los sucesos de observar, oír o sentir.
La verdad sospechosa, vista de cerca y de título a catarsis, es acometimiento contra la noción de verdad naturalista del renacentista, muy interesado en los cuerpos, la luz, las plantas y la mitología, donde creía ver ínclita fuente de enseñanzas materialistas, y muy poco en los menesteres que la política, ya casi librada de la Iglesia, pedía saber. Un botón muestra bellamente nuestras afirmaciones (Acto I, V):
Jacinta: ¡Válgame Dios!
Don García: Esta mano,
os servid de que os levante,
si merezco ser Atlante
de un cielo tan soberano.
Jacinta: Atlante debéis de ser,
pues lo llegáis a tocar.
Don García: Un cosa es alcanzar
y otra cosa merecer.
Tan veloz y elegante diálogo, visto de lejos, parece ser mero intercambio de fórmulas cortesanas, pero visto de cerca es todo un método para tapar con eufemismos los furores que el trato entre hombres y mujeres enriquecidos y guapos causa. El gran acierto de Ruiz de Alarcón consiste en dar a Don García la única habilidad capaz de hacernos sobresalir en un grupo de embelecadores, que es la valentía. Sabe Don García que es mentiroso, pero no malo, y que su valor sobra para sacarlo siempre a buen puerto. Sabe también que los otros, aunque falsarios, no tienen otra intención que la de sobrevivir entre víboras.
Jacinta, tal vez mujer frívola, muy amiga de Don Dinero pero más de enamorados como Don García, sin presencia masculina, que es la que pone máscara a toda dama, dice (Acto I, X):
Veré sólo el rostro y talle;
el alma, que importa más,
quisiera ver con hablalle.
Y pues queremos concluir este papel recordándole al lector que si está acostumbrado a buscar en el teatro acciones y violencias, pasiones y venganzas como las que Lope nos regaló, sólo encontrará en la obra alarconiana insidias y versos así, como los de Tristán (Acto I, iii):
Y así, sin fiar en ellas,
lleva un presupuesto solo,
y es que el dinero es el polo
de todas estas estrellas.
Con todo, hubo tiempo en que en nuestro Siglo de Oro se creyó que
La verdad sospechosa había sido pergeñada por Lope. ¿Qué diferencias hay entre las verdades impresas por Lope y las insinuadas por Ruiz de Alarcón? Unas enormes, casi inabarcables con los sentidos, y son: que las de Ruiz de Alarcón fueron escuchadas con los ojos, sacadas de la experiencia, y las de Lope vistas con los oídos, sacadas de poderosa imaginación.
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