"Los muertos no saben nada", puede leerse en el Eclesiastés. Morir es desaparecer, ser olvidado. Es cierto que los muertos perviven en la memoria de quienes los conocieron, pero sólo por un breve tiempo pues tampoco estos tardarán en morir. El mundo está lleno de muertos que nadie recuerda. ¿Pueden regresar alguna vez? Nuestra razón nos dice que no, pero algo en lo más hondo de nosotros se rebela contra este dictamen. En el inconsciente, escribe, Freud no existe la muerte. Regresan a causa de las leyes no escritas de nuestro deseo. No podemos renunciar a los muertos porque no podemos renunciar al deseo. Somos nosotros quienes les hacemos regresar. Lo hacen porque los llamamos sin darnos cuenta.
Los muertos dejan un hueco al desaparecer, y las vidas, con el paso del tiempo, se pueblan de huecos así. Son agujeros en el tejido de lo real, zonas oscuras, que permanecen misteriosamente activas, que recuerdan los agujeros negros del mundo interestelar, que son sumideros de luz. Eso es un fantasma, una rasgadura, una grieta en el mundo de lo real.
Secretos de los que ya no estaban en el mundo, de su vidas, de sus pasiones y sus crímenes; y secretos de los que aun vivían, secretos que tenían que ver con su pasado. Había en ellas zonas malditas: desvanes, sótanos, habitaciones donde había muerto un familiar lejano y en las que daba aprensión entrar. Las habitaciones de los muertos se mezclaban con las de las parturientas y las de los recién nacidos. Las de los niños con las del horror y la sexualidad. Todo estaba mezclado en las casas, el presente y el pasado, el mundo real y el mundo de los sueños, los vivos y los que habían desaparecido.
En esa novela hay una casa así. Una casa llena de pasadizos, de cuartos secretos, de zonas hurtadas a la vida de cada día, donde se guarda la memoria de hechos inconfesables. Zonas como las galerías secretas de El fantasma de la ópera, como el cuarto cerrado de Barba Azul, como la habitación de la mujer loca de Jane Eyre. Siempre hay una parte muerta en las casas donde vivimos. Todas tienen una habitación donde alguien que no vemos está llorando.
Son casi siempre los niños quienes de noche escuchan esos lloros. Quienes suben a los desvanes, quienes entran en las habitaciones prohibidas, quienes descienden a las bodegas y revuelven los armarios queriendo descubrir los secretos de sus mayores. Secretos a los que no son ajenos, pues están en el origen de lo que son. Es, además, huérfana. A su padre ni siquiera la llega o conocer, y a su madre, con la que ha vivido hasta ahora, acaba de perderla. No le extrañan los muertos, tienen familiaridad con ellos. Por eso cuando una mujer misteriosa empieza a visitarla, no se asusta, no se cierra a ella. Es más, quiere saber quién es, qué viene a contarle. Desde el primer momento intuye que tiene que ver con su madre. Es la muchacha del pozo.
Mi protagonista no cuenta a nadie lo que ve, y espera cada noche el regreso de esa muchacha. Ese pozo de donde viene es un lugar de oscuridad pero también de fascinación: un lugar donde algo empieza a contarse, como la alcoba de Sherezade. En estos lugares se funda la literatura. Todos son dobles, nos atraen, pero a la vez nos obligan a preguntarnos por lo que pasa allí, son lugares de conocimiento y misterio. Descubre los crímenes que se cometieron durante de la guerra, los fusilamientos clandestinos, los enterramientos en el monte. Descubre que vive rodeada de muertos. Muertos que se resisten a desaparecer, que en aquel pueblo vivos y muertos conviven. Aquella guerra, -puede leerse en un momento de la novela-, lo cambió todo. Las estaciones, el orden de los días, los parentescos. Todo lo mezcló: las cartas de los novios con las delaciones de los vecinos, la lujuria con las canciones de cuna, el agua bendita con los asesinatos. Nada volvió a ser igual, todo quedó manchado por la culpa. Fue como cuando Caín mató a Abel con la quijada de un asno: el mundo cambió para siempre.
No se trata solo de nuestra Guerra Civil, todas las guerras son iguales. Hablar de una de ellas, como ha dicho Luis Mateo Díez, es hacerlo de esa guerra que nunca termina, con sus traiciones, sus excesos, sus oscuros intereses, su crueldad. Es hablar de todo el horror y toda la violencia que cabe en el corazón humano. En toda esa zona hubo una represión feroz e injustificada. Apenas hubo resistencia al golpe de estado fascista, pero bandas de falangistas, dirigidas por el ejército, pasaban por los pueblos y se llevaban a los que se habían significado por sus ideas republicanas y los mataban en el monte, que se fue llenando de tumbas anónimas. Es una región habitada por los muertos.
Las guerras son hechos colectivos cuyas causas la Historia trata de comprender, pero también, y sobre todo, son sucesos de la intimidad que cambian a las personas que los viven. Es de los trastornos que originan esos hechos en el orden de la conciencia, en el orden de lo simbólico, de lo que hablan las novelas. Solo así se explica que todavía en algunas de nuestras ciudades se conserven los símbolos fascistas, y que se vea una amenaza contra la paz social el que los hijos de los asesinados, ahora unos pobres ancianos de noventa años, quieran recuperar los restos de sus familiares desaparecidos entonces. ¿Qué pasó realmente en ese tiempo para que todavía andemos así? Es necesaria la ficción para hablar de todo lo que el relato de la historia no sabe explicar. La abuela, en su delirio, es la única que lo hace, la única que habla de lo que los demás callan. Su relato se sitúa más allá del olvido.
La pasión que no distingue entre razón y sentimiento, entre lo real y lo irreal. La pasión como deslumbramiento y hechizo, como experiencia que nos permite recuperar la unión con el mundo y los poderes de la naturaleza; pero también como oscuridad y daño, como mensajera inesperada de la muerte. La primacía del deseo, la fusión entre el amor y la locura, el culto a los sentimientos por encima de la razón, y la importancia del mundo de lo nocturno, de los presagios y la imaginación, son los temas que se repiten en este libro. En sus páginas se plantea una y otra vez ese dualismo esencial del hombre, que tiene que hacer convivir en su corazón orden y sentimiento, vida y muerte, luz de las tinieblas y luz del día.
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