Recientemente la revista magnífica “The New Republic” publicó una lista que pretende jerarquizar a los pensadores más importantes de los cien años últimos, y me pareció buena. La taxonomía que esgrimieron los editores incluía a la “Filosofía”, inclusión que demuestra el poder de tan exquisita ciencia general. El filósofo que mereció portar el blasón primero, dorado, fue el nunca bien leído Ludwig Wittgenstein, quien trajo, según John B. Judis, redactor de la supradicha publicación, a la Tierra a la Filosofía, que andaba en volandas.
¿Quién fue Wittgenstein? Las biografías y comentarios sobre el pensador sobrarán y los trabajos del americano T. Bassols cubren ya cualquier duda anecdótica y teórica, por lo que en este breve artículo me ceñiré a comentar laxamente, al modo periodístico, la contribución que Wittgenstein hizo a las altas esferas del pensamiento puro, o incondicionado, que dicen los expertos.
Filosofar es pensar algo (hacernos piedra), no “en algo” (no contemplar la piedra); filosofar es ordenar, saber dónde estamos, y ordenar es catalogar, etiquetar, y tal es cuestionar, ir a los orígenes por la vía de las causas. Y quien reflexiona causas y orígenes necesita, para no perderse, un sistema hecho “a priori”, una como brújula mental.
“A priori”, Wittgenstein postuló que el lenguaje, sus proposiciones, deben ser analizadas “tal como están” (“wie sie sind”, dice el Axioma III de sus “Observaciones filosóficas”, cenit de su obra). ¿Por qué? Porque el lenguaje está hecho de una parte esencial y de otra meramente formal, no esencial, pero sin la cual la parte esencial se derrumba; o dicho en su jerga, está hecho de partes que describen lo físico y lo fenomenológico. Todo lo fenoménico nos importa, mas no todo lo físico.
El amigo de Bertrand Russell creía que los hombres sí son capaces de elaborar proposiciones reales y no sólo retóricas y que éstas reflejan la realidad. El lenguaje era para Wittgenstein asunto ontológico, como para Russell, que ganó el blasón quinto en la refriega de “The New Republic”. Imposible es pensar dudando de todo, “en” todo. La duda, para Wittgenstein, es antes anudador que desanudador; y dudar, más que hesitación, incertidumbre, era para él acometimiento, atreverse a juntar lo que nunca había sido juntado y a diluir lo que se desanudaba.
El Axioma 47 de las “Observaciones” dice: “No nos fijamos en que vemos el espacio en perspectivas o que nuestra imagen visual es en algún sentido borrosa en sus bordes. Esto nunca nos llama la atención y no podría hacerlo, porque ése es “el” modo como percibimos”. Mantengamos lo dicho y apliquémoslo a la palabra “limosna”, término que elegí por ser harto confuso.
¿Qué es la “limosna”? Respondería Wittgenstein (el “cómo” buscamos determina “qué” encontramos, decía) que la palabra “limosna”, a diferencia de la palabra “filosofía”, casi nunca pasea sola por los grises jardines de la epistemología, que siempre anda metida en proposiciones y que mal es acometerla con pregunta tan simple, antifilosófica. Soslayemos la abstracción y acometamos… ¿Se produjo la limosna o el limosnero merced a la bondad de los pudientes o a causa de la maldad del sistema capitalista imperado por los pudientes? Heidegger, con el blasón tercero, aconsejaría que nos preguntáramos por el “ser” (“Da-sein”,“estar-ahí”) de la limosna, no por su forma.
¿Dónde se da la limosna? Donde se perciben, sostendría John Rawls, el del blasón cuarto, desigualdades injustas, sólo injustas. Heidegger, gran lector de Marx, Freud y Nietzsche, filósofos que siempre acertaron porque siempre acometieron, tenía en poco las apariencias, por lo que meditó que el “Da-sein” o “estar-ahí” de cualquier ser humano se conocía pensando como hombre que habita "en" la palabra y no como hombre-palabra. Hay limosna, verdadero sentimiento limosnero, donde el habla del hombre traspasa las imágenes hechas por la palabra “limosna”.
Hablar es evidenciar. Pero no toda evidencia es certera (Ockham). “Escándalo de una mano/ que nunca ignora a la otra”, dice Guillén que es limosna. No es limosnero el que pide, sino el que escandaliza con su presencia, con su “estar-ahí” que habla de limosna. Filosofar es desanudar, pensaba Wittgenstein. Hemos filosofado cuando “el reino de las imágenes ha sido traducido al reino de los hombres”, citando un texto de Habermas que apunté en la parte posterior de mi versión de la “Eneida”. La limosna, notó el poeta Guillén, es un habla que se transmite a través de las manos, manos que escamotean toda desigualdad.
Las filosofías de Wittgenstein, Habermas, Rawls, Heidegger y Russell, muy bien laureados por “The New Republic”, concurren en lo siguiente: en tratar los prejuicios no cartesiana o dubitativamente, sino agresivamente. ¿Y no dijo nuestro caballero García Morente que quien espera se conforma con opiniones y quien va alcanza la sabiduría, la “filosofía perenne”?
Wittgenstein descreía de la objetividad de las matemáticas (que incluyen la economía, la física, la química, etc.), pues trocando en “error” toda divergencia hacen de toda proposición un álgebra quevediana (Borges). La matemática, que jamás podrá usar el lenguaje “tal como está”, siempre intentará “analizarlo”, que es destruirlo. Y haciéndolo lo satura de prejuicios, de vicios matemáticos, tales como la estandarización fabril (criticada por Marx), el racionalismo (Descartes) y el excesivo simbolismo (Locke).
El Axioma 156 de las "Observaciones" dice: “Desenredar nudos en matemáticas: ¿puede alguien “intentar” deshacer un nudo del cual posteriormente se demuestre que no era susceptible de ser desenredado?”. Heidegger mucho meditó la magnífica pregunta, pero lo hizo cerca de los griegos, para quienes el habla no era una máquina o fábrica manipuladora, sino una herramienta amigable o un hogar.
Concluyo mi artículo diciendo que los cinco filósofos comentados ayudaron a sus naciones a no ser, a decir de Jeff Collins, profesor de Historia del Arte de la Universidad de Plymouth, “naciones no auténticas”, de esas “que se pierden en los negocios cotidianos, “parloteando” lenguas no auténticas”, o por mejor decir, lenguas hechas por economistas, políticos, cuasi filósofos e historiadores, en fin, por científicos, que piensan que la humanidad jamás ha fraguado o podrá fraguar “una proposición genuina”.
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