Siempre se ha aceptado la tesis acerca del motor de la civilización según la cual ésta habría evolucionado desde comunidades reducidas, aisladas, primitivas y burdas hasta sociedades con Estado, civilizadas, marcadas por el dinero y con la soberanía de los poderes públicos. De momentos en los que conceptos como amistad, amor o comprensión casi no existían, se pasó a situaciones marcadas por la empatía y la comunicación. De hecho, el proceso evolutivo ha llegado hasta un punto tal que el grupo ya ha conseguido valerse por sí mismo: no necesita del apoyo interesado de terceros para cuidarse, progresar y crecer. Llegará un día en que nadie se cuestionará que la mejor manera de ser feliz será haciendo feliz a los demás.
La verdadera meta del hombre es alcanzar el cambio que le permita liberarse de ataduras. Por lo pronto, la juventud es cada vez más reticente a identificar el Estado como el necesario impulsor de cualquier reforma social coherente. Son varios los descubrimientos cuya evidencia ha conseguido transformar el mundo actual: la intuición como fuente primordial del conocimiento, incluso por encima de la razón; la capacidad transformadora del estudio para incidir en la plasticidad cerebral; y la enorme utilidad que tiene la aplicación de determinados cánones educativos para incidir en comportamientos futuros.
Si hay algo que destaca del ser humano ante el resto de animales es la posición preeminente del cerebro. Sin embargo, existe otra característica no menos importante, que en su evolución es previa a la conciencia y al pensamiento. Se trata del movimiento, la condición de ser animales bípedos. Fue hace miles de años cuando el hombre decidió dejar el aislamiento en que vivía, y ampliar los grupos sociales de tipo familiar a grandes tribus en las que se compartía forma de vida, trabajo, ideas, incluso creencias, música y arte. Se iniciaba un cambio en el escenario de poder definido por la lucha entre los genes y la cultura. Dentro de esa sociedad cada miembro es consciente del lugar que ocupa en el esquema organizativo y, por tanto, del grado de poder individual que ostenta.
Como animales sociales, la empatía es la base de conexión con otros miembros, y en ella desempeñan un papel clave las llamadas neuronas espejo, aquellas que permiten a los humanos deducir lo que los demás piensan, sienten o hacen. Esta nueva visión del cerebro admite que el hombre aprende en buena medida por imitación de aquello que dicen y hacen los demás. Los sentidos se constituyen entonces como ventanas al mundo exterior que permiten entender e interpretar la realidad, una realidad que será diferente a la que vean otros animales que tengan más desarrollados unos sentidos u otros.
Además de la ilusión de la superioridad, y de la ilusión introspectiva (pensar que nuestros motivos para hacer algo son fundados), el hombre muestra de forma normal un sesgo hacia el optimismo. Podría pensarse que esto conduce a la posterior decepción, pero parece fundado afirmar que las personas optimistas no se sienten peor cuando no consiguen lo que se proponen. En esa línea, lo que la evolución natural persigue es la eficacia en cada una de las actividades emprendidas. El tamaño condiciona entonces cada uno de los aspectos del organismo.
La intuición, cuando se produce, debe venir acompañada de cierto esfuerzo de la persona por saber qué hacer con ella. Aunque nos podemos fiar de ella, requiere de cierta práctica y formación para convertirla en una fuente de conocimiento tan útil como la razón. En la sociedad actual, y ante las innumerables opciones que tiene a su alrededor, el hombre parece pasarse mucho tiempo buscando algo. Pensamos que no hay nada más importante que la libertad porque ella está asociada a la posibilidad de elección. Estamos convencidos de que para ser plenamente humanos necesitamos poder elegir, ser autores de nuestra propia vida. La alternativa es sentirse satisfecho, encontrar algo que pueda considerarse suficientemente bueno. Pero esa toma de decisiones también está influida por fenómenos biológicos que vienen de mucho antes incluso de ser concebidos en el vientre materno.
Si se analizan las relaciones entre movimiento, cerebro y aprendizaje, se puede concluir que el hombre tiene cerebro para realizar movimientos de adaptación al entorno que requieren de elementos anatómicos como los músculos –coordinados por neuronas– para ser ejecutados. El bipedismo se convierte en el primer avance que marcará nuevos y profundos cambios en el catálogo de movimientos. Nuevas posibilidades abiertas al movimiento y, por tanto, a la acción y a la evolución. Las acciones nos permiten avanzar como individuos, como sociedad y como especie.
Más intuición y menos Estado
El hombre bípedo que ha sabido aumentar su esperanza de vida y aprovechar su capacidad de movimiento, ahora también es consciente de su plasticidad cerebral y, por tanto, de su enorme poder no sólo para innovar, sino también para mejorar la sociedad. Esa persona está descubriendo que sus planteamientos más nuevos van dirigidos a recuperar una filosofía basada en las libertades individuales, que acepta el desafío de buscar la esencia del pasado, el anarquismo liberal, con una voluntad libertaria que le permita eliminar el peso del Estado.
Siguiendo la pauta sobre la solidificación de las creencias que dio forma a las sociedades, las principales razones que pueden marcar la mala salud de un grupo de población estarían más ligadas a la cultura que a la geografía o a la fuerza económica. El progreso está vinculado a los avances tecnológicos, pero también a la educación, al reparto justo de los medios y al mantenimiento de los derechos privados de propiedad. Así, son las instituciones inclusivas las que más favorecen la actividad económica y el crecimiento. Un ejemplo claro de ese contraste puede verse en la línea divisoria que separa lo ocurrido en Estados Unidos y América Latina. La llegada de nuevas tecnologías asociadas al cambio implica no sólo dejarse llevar por la evolución sino también por una idea cada vez más extendida, la de poner fin a los privilegios y al poder político de ciertos estamentos.
Conviene plantar cara a errores que, ya viniendo del pasado, vuelven a imponerse de manera tajante: la bonanza económica es para siempre; nunca lleva a cubrirse el valor de lo que se debe; nuestro sistema educativo está bastante bien. Son ideas que parecen fijarse en la mente pero que tienen una base completamente falsa. La presencia perenne durante siglos de las redes estatales ha hecho que olvidemos que hace mucho tiempo nuestros antecesores lograron avanzar sin la necesidad de esa figura alambicada y forzosa que representa el Estado. Fueron muchos los pensadores y grupos que durante los siglos XIX y XX intentaron poner esa idea en práctica. Como contrapunto al espíritu revolucionario y asociativo de los anarquistas surgieron pensamientos liberales que no pasaron de la crítica social.
Pero el problema no se ciñe sólo a la cultura, sino que se magnifica en la política, la sociología, la economía y la justicia. Si el instinto de conservación conduce al egoísmo, la propia naturaleza reivindica otro instinto, el de la sociabilidad o empatía. El actual Estado se encuentra en una situación desestabilizada por la cada vez mayor influencia de las normas de la Unión Europea; mientras, por otro lado, las autonomías también ejercen su fuerza, hasta el punto de estrechar el círculo del poder estatal. Esto supone una pérdida de soberanía importante frente al Estado nacional que se venía respetando hasta ahora. Los planteamientos de salida a esta situación son complejos pero también deben estudiarse.
En el proceso de aprendizaje que vive el hombre, conducido inicialmente por los padres, y más adelante por el entorno social, no se ha tenido en cuenta la posibilidad de educar valorando la atención.
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