Bien sé que los textos de los literatos mexicanos actuales discretamente pretenden imitar a los textos de los iluminados e inspirados españoles, que pregonaban la elegante y discretísima comunicación que tenían con las deidades; sé también que las áulicas ciencias bíblicas, jurídicas, políticas y pedagógicas fueron inventadas y pulimentadas para enseñarle al pueblo obediencia y acatamiento ciego a la palabra sacerdotal o abogadil, aprendizaje útil que evita todo acercamiento inocente y derecho a los objetos que nos interesan y que constituyen, usando la nunca bien trillada palabra de Ortega, nuestra “circunstancia”.
Domínguez, que anda en el cénit de la carrera de la su vida, importuna el mármol de Yeats para demostrar que éste no murió entre las fuertes manos de la crítica literaria de su tiempo, sino en las de la tuberculosis. ¡Yo creía, porque escruté a Moratín, que los pedantes habían sucumbido! ¿Quién puede tener interés por tan lúgubre e inútil tema? Los literatos que tienen relación ancilar con la política. Mal usada, la literatura sirve para confundir realidad y fantasía, o la tuberculosis con la crítica literaria. ¿A qué va a parar tan letrado ardid? Razonemos a la manera "escolástica", palabra que usaría Domínguez para defenderse de mis buscapiés.
¿Qué rastrea la ciencia? La verdad, según dice Kant en su “Crítica del juicio”. ¿Qué el arte? La belleza. ¿Qué es el juicio? El ingenio para saber que no todo lo bello es bueno y que todo lo bueno es bello. A la verdad es posible llegar por dos caminos, por el lingüístico y por el que regala la naturaleza, según Aristóteles. El lenguaje, siempre intrincado, bueno o bello, siempre ocultando la estructura de las proposiciones, plantea problemas lógicos; el arte, siempre diáfano, casi superficial, bello, plantea problemas metafísicos.
Dicho lo anterior vemos que es imposibilidad persuasiva intentar curar la tuberculosis con poemas o transmitir sarampión por medio del teléfono, según lindo ejemplo de Wittgenstein. Truculento manejo del saber humano es escribir artículos que hacen del capitalismo, que es utopía, literatura, realidad insoslayable. Domínguez, ignorándolo, pergeñó un texto favorecedor del capitalismo.
El capítulo IV del libro “Justicia poética”, de Martha Nussbaum, sugiere que leamos la gran literatura, la de Byron, la de Shelley, la de Yeats, la de Shakespeare, apartando de nuestros ojos concupiscencias de filólogos, de científicos, pues de lo contrario el arte terminará pareciendo ciencia, la ciencia arte y nuestro juicio se verá vejado, tanto, que crearemos poesía tuberculosa.
Trocar el arte en ciencia, como lo hacen los historiadores del arte y académicos, es apropiárselo, es desautorizar la opinión estética de toda persona que no maneje diestra y presuntuosamente la instrumentación sugerida por las universidades, extensiones del sistema capitalista que usan a los historiadores y a los académicos para dar varapalos a los que se atrevan a disentir del saber oficial. El mundo sabe que James Duke, Ezra Cornell y Leland Stanford fundaron las universidades que portan sus respectivos apellidos para crear mano de obra aplaudidora del capital.
Irrisorio es quien lee a Twain o a Whitman, literatos, para animarse al comercio, y también quien lee a Marx o a Engels, filósofos pragmáticos, para rimar “animal” con “capital”. ¿Qué intención tenía Domínguez al regoldar su palique? La de jactarse de neutral, de despierto, de crítico iluminado que sabe más de arte que los artistas. ¡Creía yo que los tiempos de Caedmon habían pasado!
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