El desgaste psíquico del viejo revolucionario
El coronel Walter Cepeda es un jubilado con la mente dividida por dos voces irreconciliables: la lealtad a la Revolución cubana y su sentido común. La primera voz ha acallado a la otra durante toda su vida, pero cuando la hija exiliada de Walter le llama para decirle que Fidel ha muerto, todas sus convicciones se resquebrajan ante el lector.
La nueva novela de J. J. Armas Marcelo pulveriza los tópicos sobre Cuba con el tono de una confesión. El narrador habla atropelladamente y se justificara ante el lector, como si se enfrentara a un jurado. A lo largo de esta revisión del estado de conciencia, el viejo revolucionario da cuenta de episodios reales, cosidos a la trama sin artificio, pues son partes del discurso de su vida.
La historia viva de Cuba brota en sus palabras como un espejo roto: cada fragmento de sus memorias refleja una imagen ligeramente distinta del protagonista, un hombre cansado de luchar por una Revolución también cansada y crepuscular. Para colmo, sus seres más queridos, su ex mujer y su hija, atacan con saña sus convicciones. Y todos los amigos, cómplices, rivales y compañeros parecen haberlo abandonado.
Réquiem habanero por Fidel es el soliloquio, plagado de voces, de un náufrago perdido en la isla por la que dio su vida.
Fidel como último baluarte
J. J. Armas Marcelo escenifica un mundo donde todos los referentes son dudosos. La Habana contemporánea espera a los invasores mientras la Revolución se apaga con la vida de Fidel Castro. Pero los guerreros que esperaron, agarrados a su fusil, un desembarco norteamericano como el de la mítica Playa Girón que cantó Silvio Rodríguez, han visto, impávidos, cómo la invasión de los turistas salvaba la maltrecha economía comunista.
Con el país en coma y una calma sospechosa en la Habana, el coronel jubilado Walter Cepeda teme que la vida de Fidel sea la última resistencia ante el derrumbe. Pero es imposible contrastar las noticias que llegan del exterior.
En esta Habana de Armas Marcelo los rumores vienen y van. “Muchas veces mataron a Fidel, y Fidel seguía vivo. Fidel es inmortal”, escuchamos decir al viejo idealista.
Mientras tanto, el lector será partícipe de secretos cubanos de los tiempos en que Walter fue coronel de la Seguridad del Estado, un seguroso, como los llamaban despectivamente. Viajero con patente de corso, el protagonista recorrió todo el mundo burlando el bloqueo norteamericano, combatió en la guerra de Angola, hizo de mensajero entre Ernesto Che Guevara, Raúl Castro y Fidel, interrogó hasta la extenuación al poeta disidente Herberto Padilla y a otros intelectuales, y se sintió como una pieza importante de la Revolución.
Pero cuando el general y héroe cubano Arnaldo Ochoa fue fusilado por orden de Fidel, su sistema de creencias empezó a tambalearse. Cayó en la ansiedad y en el pánico y necesitó asistencia psicológica.
Con la mente rota en la tensión de saber la verdad y tener que creer en otra cosa, las fuerzas abandonaron al coronel. Entonces, Raúl Castro lo apartará de la primera línea revolucionaria y le pondrá un Mercedes. Cepeda, convertido en taxista, se alejará del núcleo revolucionario con la misión de ser los oídos y los ojos de Raúl. Así es como la historia de Walter se cruza con la de Manuel Vázquez Montalbán y otros personajes reales.
Entre la realidad y la ficción
La novela de Armas Marcelo es un baile entre la realidad y ficción perfectamente documentado, donde los hechos históricos bailan al son de una prosa con ecos de Guillermo Cabrera Infante, a quien está dedicada la novela, y que aparece como personaje, un “asqueroso disidente” en opinión del protagonista. Desfilan por su memoria otros intelectuales como Gabriel García Márquez, Norberto Fuentes, Vázquez Montalbán y Ernest Hemingway; políticos como Fidel y Raúl Castro, el Che Guevara, los chilenos Max Marambio y Lucho Cerpa, Hugo Chávez o el Papa Juan Pablo II y, a pie de calle, los etarras escondidos en la Habana, niños de Chernobil, directores de cine españoles aficionados al sexo de pago y a la droga e incluso Phan Thi Kim Phuc, la niña vietnamita que corrió desnuda y quemada ante el objetivo de un fotoperiodista.
Los extranjeros le sirven a Armas Marcelo para reflejar otra tensión: la de Cuba con el mundo exterior, dividido entre exilios e invasiones.
Nadie cree en las viejas ideas
Mientras el rumor de la muerte de Fidel hace hablar al protagonista, aparece en su mente una idea totalmente contrarrevolucionaria: la de emigrar a Barcelona con su hija y su ex mujer, tal y como hicieron aquellos a los que Walter llamó traidores durante toda su vida.
Pero el leal Walter se pregunta si, en tales circunstancias, queda algo que hacer por la Revolución. Porque no es sólo la muerte de Fidel o las invasiones de turistas y el vicio que pervierte la Habana, sino el choque generacional. Los viejos que vivieron en la Arcadia y sus hijos desencantados ya no se entienden. Así que entre el coronel retirado y su hija, que se ha cambiado el nombre, se ha ido a Barcelona y ha roto con sus raíces, hay un abismo que hace pensar que el país de los padres no sirve para los hijos. Y es que éstos ya no temen a Fidel.
J. J. Armas Marcelo (Las Palmas de Gran Canaria, 1946) es licenciado en Filología y Literatura Clásicas por la Universidad Complutense de Madrid, ciudad en la que reside desde 1978. Sus primeras novelas fueron El camaleón sobre la alfombra (1974; Premio Benito Pérez Galdós 1975), Estado de coma (1976) y Calima (1978), a las que siguieron Las naves quemadas (1982) y El árbol del bien y del mal (1985) —en las que creó el imaginario de Salbago—, Los dioses de sí mismos (Premio Internacional de novela Plaza & Janés 1989; Alfaguara, 1996), Madrid, Distrito Federal (1994; Alfaguara, 1999), Los años que fuimos Marilyn (1995), Cuando éramos los mejores (1997), Así en La Habana como en el cielo (Alfaguara, 1998), El Niño de Luto y el cocinero del Papa (Alfaguara, 2001), La Orden del Tigre (Alfaguara, 2003), Casi todas las mujeres (2004, Premio Internacional de Novela Ciudad de Torrevieja), Al sur de la resurrección (2006) y La noche que Bolívar traicionó a Miranda (2012). Colabora habitualmente en prensa, radio y televisión. En 1998 obtuvo el Premio González-Ruano de Periodismo y, desde ese mismo año, está en posesión de la Orden de Miranda. En la actualidad, es director de la Cátedra Vargas Llosa.
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