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Francisco de Quevedo
Francisco de Quevedo

"De cómo Vicente, sin ser hermoso, enamoró a Leandra" por Edvardo Zeind Palafox

jueves 23 de octubre de 2014, 13:23h

La gollería de la palabra, lo versallesco del ademán y lo vistoso del traje persuaden a cualquier mujer, sea recatada, prudente, discreta, sea antojadiza, amiga de amores y de correrías, y fácil es explicar tal debilidad: la mujer, contrariando lo que dice un soneto de Quevedo, observa con los oídos. Caso de extrema claridad y llevadero para la memoria está en nuestro "Quijote", donde leemos la historia de Leandra, mujer que queda prendada de un tal Vicente de la Roca, gañán que combinando muy bien sus escasas ropas logró hacer creer a la gente, coro del amor, y también a Leandra, que tenía portentoso y vistoso ajuar, dote que para las doncellas occidentales es probanza de que somos hijos de algo, hidalgos.

Pero si ellas miran con las orejas nosotros, hombres, con los ojos oímos, y en un gesto dulce escuchamos declaraciones amatorias, y en un aspaviento encontramos un madrigal y hasta una que otra endecha aprobatoria de nuestra gallardía y valor. Todos estos apuntamientos servirán para razonar tiernamente, a lo aficionado, sobre el quid del teatro. En el teatro, "actio in personam", "tutto è convenzionale", como dicen los italianos, convención, consenso, sensibilidad compartida. Mas todo lector de Schopenhauer sabrá ya que la única creación humana capaz de adunar forma y fondo, gusto y opinión, lo "hermoso" y lo "amable", es el arte.

Echemos mano de la filosofía de Santo Tomás, que sin quererlo redujo los estudios estéticos a dos grandes categorías, lo "amable" y lo "hermoso". Lo "amable" puede ser feo y lo "hermoso" odioso, poco amable. Lo "hermoso" no es reflejo fiel de lo bueno, aunque todo lo bueno es "amable" y apurado hasta "hermoso". No trastocaremos, lector laxo, la buena lógica, la que respeta causas y efectos, con tal de allegar paradojas sobresalientes; lo que haremos será despachar algunas frases que inauguren rumbo a la reflexión estética.

¿Era "hermoso" el Vicente de la Roca que Cervantes nos traza en su "Quijote"? No; sólo era "amable" porque se decía valiente, músico, arriesgado. Lo "amable" es "estilo que carece de lo agudo", como cuenta el Quevedo de Villarroel, dispersión, mientras que lo "hermoso" es una armonía a la que le "sobra lo penetrante", conjunción. ¿Creía Leandra que Vicente era "amable"? Sí, sí lo creía, pero más que era "hermoso". Leandra, por ser rapaza inexperta, era incapaz de conocer los bienes de natura que hay detrás de los de fortuna, citando a mi Aristóteles.

Lo "amable", lo que va engendrando amor, siempre acaba tomando cariz de "hermosura". Ya San Juan de la Cruz aconsejaba a los hombres no perderse por cualquier "hermosura", sino por un "no sé qué que se alcanza por ventura" y no por amabilidades. Por "ventura", sí, y no por amable algo se hermosea. Lo "hermoso" representa, usando el léxico hebreo, una como "tentación", "massá"; por su lado, lo "amable" suscita sólo "querellas", "meribá". El alimento de lo "amable", del amor, que es confidencia, según García Morente, son los celos; el de lo "hermoso" es el afán de salvación, siempre tentativo, tentador.

Leandra primero se vio "tentada" por una idea general, la del amor, idea siempre "amable"; luego, en el trato constante lo "amable" de Vicente se hizo "hermoso", posible vía libre hacia la salvación. Nosotros los humanos necesitamos de todo, estamos sujetos a todo, y por tal queremos, a lo menos, depender sólo de algo o de alguien. El enamorado pretende sólo guardarse para su amante, que para no hastiar tendrá que ser variado, ameno, improvisador, cómico, fingir tener "diez pares de vestidos" y "más de veinte plumajes", como Vicente de la Roca hacía.

Atisbadas tan sencillas ideas podemos adelantar nuestra reflexión dramatúrgica diciendo que el teatro primero debe presentar en el proscenio "amabilidades", personajes amables, y envolverlos después en peripecias "hermosas", sublimes. ¡Pero qué difícil es pintar ambas cosas sin caer en el determinismo o en la comedia chabacana! Tengo para mí que el público del teatro debe sentir, para divertirse, una como espontaneidad deleitosa en el acontecer del escenario, sensación que siempre encontramos leyendo el Pentateuco.

Por el Pentateuco sabemos que hay el libre albedrío, ciego, nadie lo duda, y Dios, lazarillo omnipresente, y tales perennes nuevas ni nos carpen el corazón ni nos hacen cosquillas, mas nos mantienen atentos, que es decir meditadores. Leamos una muestra (Génesis 13: 9): "¿No está toda la tierra delante de ti? Yo te ruego que te apartes de mí. Si fueres a la mano izquierda, yo iré a la derecha; y si tú a la derecha, yo iré a la izquierda". Tal comunicación entre Abram y Lot es harto teatral.

Glosemos. La "tierra", "hermosa", sublime, representa el escenario del mundo y sus leyes divinas; el ruego, "amable", de guzla, es pretexto abundante para emprender un diálogo; y la opcional partida a uno u otro lado nos enciende la imaginación, nos trae al magín posibles extravíos y "no sé qués" que dan a la acción jugosa substancia dramatúrgica, activa. El público meditando es un público dando alma, "dando a luz" algo que no está en el texto que norma la obra ni a los actores de la obra. "Yalad", "dar a luz", explica Maimónides, es pensar, enseñar, ser un autor omnisciente; Maimónides dice ("Guía de los perplejos", capítulo VII): "En este mismo sentido, aquel que ha enseñado algo a alguien y le ha dado una idea, es como si lo hubiera engendrado, siendo él mismo el autor de la idea".

El público es mujer, enemigo de lucubraciones pastoriles, pues prefiere, según han dicho nuestros críticos Larra y Díez-Canedo, así como los alemanes Goethe y Karl Kraus, la gollería, lo versallesco, el donaire, el ruego al imperativo, la incertidumbre al sosiego, el maleador al bienhechor, a Caín, es decir, lo "amable" a lo "hermoso", que equivale a gustar más de los personajes que de la trama. ¡No hace mucho al caso ensamblar complejos diálogos para un público que se fija más en la interacción de gestos y gemidos que en la que hay entre las proposiciones! Para el público las almas de los personajes son como "un castillo todo de diamante o muy claro cristal", citando a nuestra santa de Ávila; luego, para regalar espectáculo hay que acometer contra el castillo lanzándole lo que sea.

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