Toda sociedad tiene una "lógica". La "lógica" es el único terreno donde podemos movernos seguros. Ésta, entendámoslo de una vez, se manifiesta mediante el lenguaje comunicativo, que es estudiado por la Lingüística y por la Semiótica. La Lingüística, dice Lévi-Strauss, al que ya habrán leído, es la única disciplina de las ciencias sociales que puede parangonarse con las ciencias naturales, pues su grado de matematización ya es enorme. Todos los hombres tienen un lenguaje y lo usan; es decir, que el lenguaje es una vía adecuada para conocer la "otredad".
La "lógica", que está en el lenguaje, regularmente se transforma en obra de arte, científica o moralizadora. Hay "lógica" en la pintura, hasta en la de Picasso (que mucho le gustaba a Carpentier, cubano con resabios africanos, y que mucho le displacía a Lévi-Strauss, francés); hay "lógica" en la sonata (Carpentier intuyó la "lógica" africana en la obra de Stravinsky), en los acentos de las máximas (ver los libros de Barthes), en los lienzos (Heidegger leía en la obra de Van Gogh las maldiciones de la industrialización); hay, sí, "lógica" hasta en la escultura y en la arquitectura (que son "geometrías finales"), en toda manifestación humana. ¿Pero cómo dilucidarla?
La "lógica", dice Kant, sirve para dos cosas: para abstraer y para acotar. Para abstraer, pues los hombres se mueven acordes con su "lenguaje", en donde están sus motivos; para acotar, pues éste marca los límites del mundo del hombre. Los límites del lenguaje, sostenía Wittgenstein, son los límites del mundo, del que sea. Conociendo tales límites, entonces, acotamos, ¿cierto? Y ya acotado el campo buscamos lo que en él hay y lo que a él realmente pertenece. Es inevitable, para conocer una tribu, hacer un inventario de las cosas "nativas" (leyes matrimoniales, por ejemplo), de las "extranjeras" (técnicas, tal vez) y de las "híbridas" (técnicas económicas para la manutención matrimonial) que hay en su "lógica", en su campo mental, o para usar la jerga marxista, en su "ideología".
Las cosas siempre están en juego, siempre están siendo disputadas o rechazadas (ríos, tierras sagradas, monumentos, substancias). ¿Qué disputamos o por qué cosas peleamos nosotros los occidentales? ¿Qué cosas rechazamos? Unas tribus, dice Lévi-Strauss, magnifican a la orina, en tanto que nosotros la despreciamos, pues nos causa asco. Unos pueblos, como los nórdicos, según Menéndez Pelayo ("Historia de los heterodoxos españoles"), gustan de los trasgos, de los fantasmas, de los cuentos de invierno (ya habrán leído a Dickens, a Goethe, a Shakespeare), mientras que nosotros, más a la romana, los alejamos (preferimos la picaresca, el realismo, a Galdós, a Lope).
Miren, leyendo un cuento de Julio Cortázar, gran escritor de la Argentina, podemos comprender mucho mejor este desdén por lo que no conocemos (preferimos largarnos a tierra ajena que conocer al vecino); el cuento se llama "Casa tomada", que tengo a la vista, y del que transcribo las siguientes líneas (dos hermanos son expulsados poco a poco de su casa): "El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad". No es este lugar para exégesis literarias, por lo que me limitaré a señalar tres peculiaridades: primera: el narrador no oye un lenguaje articulado; segunda: el narrador no se esfuerza por interpretar y usa, para explicar lo que acaece, figuras familiares para él (silla, alfombra, conversación); tercera: el narrador asume que lo que hay "allá", del otro lado, es cosa mala.
El narrador percibe algo "feo", algo "malo" y algo "irreal", "algo", "algo" no interpretable. ¿Cómo reacciona el antropólogo al ver que algo, que en realidad es alguien, se bebe la orina de su amigo? Debemos, apuntemos, revisar nuestros conceptos fundamentales, los éticos (malo-bueno), estéticos (bello-feo) y lógicos (verdad-falsedad), antes de iniciar cualquier pesquisa etnológica. Tal revisión no se hace de golpe, de un día para otro; ésta exige que poco a poco, como enseña Kant, descendamos hasta los fundamentos, que serán metafísicos. Veremos al final de la revisión que muchas de nuestras ciencias son "mero tanteo", mera conjetura, sistema de prejuicios (intuiciones falsas) y preconceptos (ideas analizadas, no saberes sintéticos). El investigador social, así las cosas, es un recreador, un reinaugurador, alguien que vive en eso a lo que Thomas Kuhn, en su libro "La estructura de las revoluciones científicas", capítulo "La respuesta a la crisis", llamó "tensión esencial". ¿Qué es vivir en "tensión"? Es vivir con los "axiomas de la intuición", a decir de Kant, en constante revolución; o dicho con otras palabras, es desconfiar día a día de nuestros sentidos y de los axiomas que educaron a nuestros sentidos.
Y es que, como dicta un hermoso soneto de Sor Juana, el 165, muy "poco importa burlar brazos y pecho/ si te labra prisión" la "fantasía", que en nuestro caso es la "ideología". Comenta Kant que la "lógica" de Aristóteles, es decir, la ideología privilegiaba de todo occidental (su "lógica" imperó durante toda la Edad Media y sigue haciéndolo, aunque más sutilmente), no ha dado hasta hoy un paso atrás, pues es efectiva, verídica. ¿Vamos a creerle? Sí y no. Sí, porque todo estudio iniciador exige credulidad (Jaspers), y no porque somos seres humanos pensantes, críticos, y criticar es preguntar con los pies puestos en la materia, en lo real (Kant).
Ahora citaré algo breve de un nutricio curso que Louis Althusser redactó para científicos, para experimentadores que no sabían que eran víctimas de una "ideología", de una postura política. La "Tesis 21" del mentado curso dice así: "La ideología científica (o de los científicos) forma un solo bloque con la práctica científica: es la ideología "espontánea" de la práctica científica". Bueno, pues en la palabra "espontánea" encontraremos muchos conceptos escondidos, entre ellos el de la intuición. ¿Qué es la intuición? Es la relación directa que tenemos con el mundo. ¿Hemos dicho "directa"? No hay tal. Siempre vemos las cosas a través de palabras, de imágenes, de conceptos, de "fantasías," de "paradigmas", para citar a Sor Juana y a Kuhn. A sabiendas de esto entendemos que nos parezca normal la "asquerosidad" o el aristotelismo de la orina. ¿Ya comprendimos que seguimos pensando con la lógica de Aristóteles, que era un aristócrata y que tenía por bárbaro ("balbuceante", según la etimología) y salvaje ("del bosque") a todo el que no fuera ciudadano estagirita? Una guerra o una sequía nos haría valorar más la orina. Ya decía el viejo Lenin que las revoluciones políticas y sociales también revolucionan los sentidos, y no sólo las mentes.
La literatura ajena, ya latinoamericana, ya oriental, nos evita las molestias de una guerra, nos enseña cómo sienten o intuyen los de allá, los que en apariencia hablan un lenguaje "impreciso y sordo", a decir del narrador del cuento de Cortázar. Juan Rulfo, al que no hemos leído del todo bien, escribió un cuento titulado "Tlalpa", donde un tal Tanilo es muerto a fuer de empujones de fe. Léanlo. En tanto les citaré unas líneas del cuento: "la luminaria de tantas velas prendidas que allí había le cortó esa cosa con la que uno se sabe dar cuenta de lo que pasa junto a uno. Siguió rezando con su vela apagada. Rezando a gritos para oír que rezaba". Esas luminarias, recordemos, podrían ser los muchos autores que nos pretenden guiar en la ideología occidental. ¿Qué es "esa cosa con la que uno se sabe dar cuenta"? La consciencia, tal vez, que fácilmente cae en la fantasía, en la luminaria cuando arrostra algo que no conoce, como una tribu "bororo" o el Paraíso celestial.
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