Ahora, de la mano a la vasija, un dolium ibérico encontrado en Perpiñán, datado cien años antes, con otra inscripción, “ogei”, acreditando su capacidad: veinte ánforas. En euskera actual, esa palabra, “ogei”, sigue traduciéndose como hace tres mil años: veinte. Es decir, frente a la inscripción vascónica con huella íbera, la íbera con huella vascónica. ¿De qué estamos hablando?
De dos lenguas preindoeuropeas -los íberos también lo eran- cruzadas desde tiempo inmemorial. También de cuestiones identitarias. Pero aún más de alta tecnología. ¿Cuál fue la más innovadora en el primer milenio antes de nuestra era? Precisamente, la escritura.
El origen de los vascos es un misterio. No es menor el de los íberos. Sabemos que llegaron desde Centroeuropa en torno al 1.200 a.C. y que se expandieron desde Andalucía al Languedoc -de ahí la vasija de Perpiñán-. Íberos y vascos tenían lenguas propias. ¿Cuándo tuvieron escritura? Esa es la pregunta clave. La íbera sigue siendo un enigma. ¿Sobre qué se construye? Sobre un oscuro sistema de signos. No alfabéticos, sino semisilábicos. Pero aglutinantes, como el euskera, y no fusionantes, como el latín.
La segunda pregunta clave nos lleva más lejos. ¿Dónde surgieron los primeros silabarios europeos? En Creta. ¿Y dentro de la Península? En Tartessos. ¿Cabe la posibilidad de que los íberos adoptaran la escritura tartésica para dar forma a su lengua, y que ocurriera algo semejante con la vascónica?
Todo son conjeturas, porque todo son incógnitas. Los cronistas romanos describen a los íberos como una amalgama de pueblos con culturas muy distintas, pero carentes de unidad política. Se diría que hablaban de la España actual, o de las Españas, como se conocieron hasta el siglo XIX, inconciliables ya en el siglo I de nuestra era.
¿Qué ocurrió con sus lenguas? El euskera pervivió, el íbero -su hermano- se perdió. ¿Y por qué? Tal vez por una razón práctica. Así como unos y otros pudieron incorporar esa alta tecnología tartésica -su silabario- siglos adelante los íberos empezaron a hablar en latín. Por estricta dominación romana, por supuesto. Quizá también porque no entendían la lengua como una parte esencial de su identidad.
Es lo que tiene la globalización, sea en el siglo I o en el XXI. Entonces no importaba mucho perder una lengua. Hoy lo que no nos importa en absoluto es perder el alma.
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