¿Qué tienen en común? Una reivindicación de los relatos de maravillas a la luz del romanticismo científico, con los pies en la tierra y la mirada en las estrellas. A medida que avanza la ciencia, nuestra credulidad se ensancha. Cada día resulta más fácil imaginar conexiones entre la vida y la materia diferentes a las que conocemos. Ocurre con la posibilidad de que exista vida inteligente en otros planetas. Para astrónomos del rango del Carl Sagan lo inconcebible era lo contrario: suponer que estamos solos en el universo.
Pazhín parte del axioma de Einstein, “lo importante es hacerse preguntas”, y hace lo que haría usted si, al llegar a casa, encontrase un caballo en la bañera. Lo estudia con una mirada simultáneamente científica y escéptica. Ese caballo, ¿será una alucinación o una evidencia?
Evidencias inexplicables las hay por millares, desde la prehistoria a nuestros días. Respuestas concluyentes, ninguna -de momento-. Así su libro. Lo firma un “curioseador” con cerca de medio siglo de experiencia investigando el mundo del misterio y las paraciencias, incluidas escuelas de conocimiento espiritual, filosófico y psicológico, que abarcan desde el yoga a la teosofía. Ante este desafío, sin embargo, no adopta la posición de un creyente, sino la de un agnóstico que pretendiera escribir la historia del fenómeno Dios a través de textos y testimonios. Sin pretender convencernos, buscando que el lector extraiga sus propias conclusiones con mente abierta.
El recorrido, por su exhaustividad, roza lo enciclopédico. Desde los presuntos astronautas de la antigüedad a las raíces de la ufología moderna, desde las referencias a dioses y semidioses descendidos de los cielos a los programas orientados a la captación de ondas o mensajes inteligentes procedentes del espacio exterior, desde el lado oscuro -incluso peligroso-, del fenómeno contacto a fantasías, o conspiraciones, como el inquietante Proyecto Serpo, entre cien más.
Ciertamente, la conjetura OVNI, sea por la vía científica o por la literaria, es fascinante. Puede serlo más si incorporamos una variante einsteniana: ¿Y si los presuntos visitantes no vinieran del espacio sideral sino del tiempo, terrícolas del futuro que hubieran retrocedido para revisitar su pasado?
Aunque todavía no tengamos claro si los extraterrestres son carne o pescado, lo cierto es que el caballo, como el dinosaurio de Monterroso, sigue ahí. No necesariamente en la bañera, pero capitalizando programas de detección interestelar a cargo de la NASA y la Agencia Espacial Europea.
Si el mito es el origen simultáneo de la ciencia y la creencia, permítanme una pregunta final: ¿podríamos vivir sin creer en algo?
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