La sociedad cristiana ha mutado, de forma substancial, la interrelación entre los seres humanos y sus muertos, y, sobre todo porque los hombres y mujeres de los siglos XX y XXI tratan de alejarse lo más posible del momento de la muerte. Verbigracia, según escribió Salomón Reinach (1858-1932), existía una muy diversa perspectiva con respecto a los difuntos, por parte de los paganos que rezaban a sus muertos, mientras que los cristianos solo oraban por ellos. Los romanos mencionaban e interactuaban con sus muertos, a los que les otorgaban una potencia divina. Por todo ello, los muertos siempre estaban imbricados en el seno de una compleja religión politeísta. El mito era importante entre los romanos, ya que permitía aliviar la angustia de los seres humanos, y de esta forma les imbuía unos parámetros de conducta con los que poder enfrentarse a los complejos avatares del devenir vivencial. Uno de los hechos más importantes que definían a la religiosidad en Roma era el expresado por el ritualismo con sus dioses.
“Al igual que en la mayoría de sociedades antiguas, la religiosidad romana reposa en torno a una serie de prácticas rituales que debían desarrollarse repitiendo los mismos gestos, palabras y sonidos y, claro está, en el mismo orden y cadencia que marcaba la costumbre, repetida generación tras generación desde esa edad dorada en la que el hombre vivía en armonía con los dioses. Una práctica ritual aparentemente inmóvil, reproducida sin la más mínima alteración a lo largo de los siglos”.
El ritualismo servía para conseguir disciplinar a los romanos, y que de esta forma estaban capacitados para aproximarse, sin problemas, a sus dioses, poderosos y que contenían, en su esencia, algunos de los comportamientos de los hombres. Lo que define el hecho es que el momento tan difícil de la muerte de un familiar, permita al deudo soportarlo de la mejor manera posible. Los fallecidos necesitan tener un rito sumamente correcto, desde su muerte hasta la cremación, ya que hasta que son enterrados, el alma va a seguir intensamente asociada y vinculada al futuro de su espíritu. Sin toda esa evolución, las almas de los fallecidos no podrán encontrar el camino correcto para integrarse en el grupo de los dioses protectores del hogar de los romanos, es decir los dioses manes. Todo ello podía crear graves consecuencias para la familia y para el resto de la comunidad. El cadáver no bien tratado podría alterar la relación de los seres humanos con sus dioses familiares de protección, lares, manes y penates. Si la psiqué no podía acceder al paraíso o al más allá, se convertía en una dolorosa alma errante, y de esta forma era un enemigo de sus familiares, por no haberle tratado, en su fallecimiento, como debería ser y de forma ortodoxa. Los etruscos, civilización muy rica, que ocupaba la actual región italiana de la Toscana, recordaban a sus muertos en sus conspicuas urnas funerarias. Los griegos lo hacían inmortalizando las hazañas vivenciales de sus muertos, por medio de escritores y de artesanos; con estos dos ejemplos, para los romanos era muy sencillo convertir la relación con sus fallecidos en algo fundamental en su vida. Marco Tulio Cicerón escribiría que: “… La vida de los muertos está en la memoria de los vivos…”.
«En el presente libro se analizan los espacios de la Muerte en la Roma antigua, los mitos, los ritos y las normas de recuerdo, a través de los cuales el ciudadano romano articuló hace 2000 años su intensa relación con la muerte. A partir de textos literarios, filosóficos, jurídicos y epitafios, se realiza un recorrido por los relatos míticos, los ritos funerarios y los espacios del recuerdo, sin olvidar los lugares del óbito, el espacio doméstico y el espacio público. El objetivo de la obra es dar voz a los protagonistas, esos individuos que unas veces de forma indirecta, pero en muchos casos directamente, nos hablan de sus percepciones, miedos, precauciones y esperanzas sobre la muerte y el más allá. Se pretende ofrecer una aproximación a los sentimientos que la muerte generó durante siglos entre miles de habitantes de ambos lados del Mediterráneo y, con ello, lograr que el lector comprenda mejor su relación con la muerte».
Los romanos estaban convencidos de que, tras la muerte física del individuo, una parte de él, lo que se podría definir como el espíritu o el alma abandonaba el cuerpo e iniciaba su viaje hacia su nuevo destino. Todo lo que indicamos, siempre se ha encontrado en la mayor parte de las civilizaciones, que no sabían cómo explicitar lo que ocurría a aquel ser humano que había padecido alegrías y penas múltiples a lo largo de su historia. Los ojos también eran el espejo de la imagen perfecta de la virtualidad del hombre. Para el naturalista Plinio, el espíritu habitaba en los ojos, y los ojos eran la auténtica expresión del carácter del ser humano.
“… Es decir, de su moderación, clemencia, misericordia, odio, amor, tristeza y alegría. Cuando miran atentamente, los ojos se muestran también muy diversos: amenazadores, torvos, ardientes, duros, atravesados, de reojo, sumisos, cariñosos…”. Por ello, se puede comprender como esta potencia que se concede a los ojos, es tan importante para entender la existencia de prácticas de magia como sería el denominado, a lo largo de la historia, el ‘mal de ojo’. La fragilidad del alma, una vez que ha abandonado el cuerpo, tendrá una relación directa con la edad del fallecido y el tipo de muerte que le ha surgido. La bibliografía seleccionada es de una importante amplitud, y de ella se puede obtener los datos necesarios para explicitar la tesis del volumen.
“Frente a la naturaleza omnipotente atribuida a su único dios por las religiones monoteístas (judaísmo, cristianismo e islam), los cultos politeístas se caracterizan por una multitud de divinidades de muy variadas características y, sobre todo, de muy diferente potencia. Así, junto a los poderosos dioses reconocidos por el Estado romano -entre los que se encontraban los enérgicos Júpiter, Marte, Minerva o Juno-, que recibían numerosos y ricos sacrificios procedentes de los magistrados estatales, generales victoriosos y ciudadanos particulares, en el panteón de los romanos encontramos cientos de divinidades menores y dioses familiares cuya potencia variaba enormemente, dependiendo de la riqueza y clientela de la familia o corporación que les rendía culto”. Este libro posee, asimismo, una importante selección de textos, que sirven para contextualizarlo. «Benedictus dominus, adiutor meus, qui docet manus meas ad proelium et digitos meos ad bellum».
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