Al tiempo, convengamos que si bien la mirada del artista propicia el nacimiento, es la mirada del observador quien dota de contenido (o contenidos) dspués a la obra. Quepan, pues, las dos consideraciones.
Un pasaje del libro –de escritura abierta, clara, didáctica y ‘responsable para con la realidad a la que alude’- nos ayudará a adentrarnos en una forma de percepción que resulta explícita: “…solíamos bromear diciendo que nuestro profesor hacía dormir a sus hijos leyéndoles pinturas. Es evidente que respondemos de maneras muy distintas a esas dos actividades: el impacto de un libro es acumulativo, y el conjunto solo es comprensible tras un proceso relativamente largo; el impacto de una pintura, en cambio, es inmediato, en el sentido de que percibimos su totalidad de una vez y luego recorremos sus contenidos más o menos despacio, según nos apetezca”.
Se trataría, pues, de una ofrenda de doble contenido: lo gráfico, el color, la forma, el sueño o significado intuidos, y de una aceptación (o no) que, estableciendo un nexo de vínculo, de unión con lo observado, éste toma realidad formal -y humana o humanizada- gracias al lenguaje que tal vínculo ha establecido entre el observador y lo observado. Así, cuando el alumno (ahora autor) define la forma de corrección que ejercía el profesor cuando juzgaba la labor realizada escribe: “Lederman tomaba mi pincel en silencio, se sentaba y hacía uno o dos añadidos o cambios a mi pintura, y aunque no tenía mucha mano izquierda, sus indicaciopnes tan precisas siempre hacían que se me encendiese la proverbial bombillita: ¡Lo veo! No era algo verbal; era algo sutil y visualmente demostrable. Sin pronunciar palabra, aquel hombre educaba mis ojos” (…) Por utilizar la analogía de Dillard, nos advertía ‘si el edificio se está inclinando y empieza a colapsar’ He aquí, entonces, que observador y observado se hacen protagonistas en un lenguaje, en una comunicación que podríamos llamar estética, o sencillamente de comprensión.
Un proceso, en efecto, muy sutil sin dejar de ser significativo. Me atrevo, incluso, a decir que cuando los griegos asociaban bondad a belleza estaban refiriéndose a ese lenguaje íntimo –sutil por ese grado de intransmisible que también guarda en algún matiz-lo que distinguirá, al fin, a un artista de otro si elevamos la consideración de ‘La mirada del artista’ tal como reza el título del libro, a un grado de arte en estado prístino, en estado puro.
Se hace agradable y vinculante la lectura de este libro, muy derivado del conocimiento, por cuanto el lenguaje se desarrolla con una fluidez que, siendo alusiva por su interior estético, no se aleja de la comprensión real, factible, del hecho de propiciar la significación real en un estadio sencillo, primigenio, natural en cuanto deriva de la emoción innata y la apreciación de la poesía que la realidad real posee o pueda poseer.
En la Academia Real de Pintura y Escultura de Francia en el siglo XVI “algunos defendían la interpretación del tema de una pintura como si de veras se tratase de un libro didáctico concebido en imágenes (‘La caída del maná’ de Poussin) y otros censuraban esa obsesión por el contenido y enfatizaban la importancia de la forma y el placer inherente en aquello que definían como ‘la música de la pintura’.
Y la conclusión a lectura tan atractiva se concluye de una forma dialéctica-constructiva, simil de una forma elaborada de democracia estética: “Bien, que sea el arte lo que haga que nos sumerjamos visualmente en una obra. Después ya llegará el momento de averiguar qué héroe o qué diosa se muestran en ella”.
El caso es que se puede sostener que el debate continúa en nuestros días, pues el arte parece fluctuar entre historia o abstracción como materia de reflexiones. Si bien, convengamos en honor a la tendencia arraigada de los tiempos: ¿no será también que ha ocurrido que la libertad –en sentido amplio- reclama para sí el destino estético como lenguaje comprensivo, como discurso y vínculo?
Señálese, a mayores de las virtudes del libro, que el apoyo gráfico de las imágenes que contiene resulta tan útil como pertinente. Y aún entendiendo que nada puede reemplazar al arte visto in situ, en efecto, tal como apunta la autora Joyce C. Oates en su crítica, “pasear de la mano de este observador ideal -Lincoln Perry, un artista en ejercicio dotado de una mirada aguda y empática- es una experiencia verdaderamente emocionante”.
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