Creo haber explicado esto otras veces, pero espoleemos a Rocinante y vamos otra vez contra esos molinos mediáticos, mantenidos por taimados molineros. En los años 30 del siglo pasado un voto a la derecha o a la izquierda podía propiciar una deriva del país hacia un régimen comunista o hacia el totalitarismo fascista. Ambos peligros eran tangibles e indudables. La revolución había dado lugar en Rusia a un gobierno bolchevique y a un régimen de partido único que sobrevivió a la muerte de Lenin y prometía durar. Y por otra parte, Hitler y Mussolini eran ya líderes consolidados y contumaces en sus políticas de agresión. En la España de hoy, ningún gobierno de izquierdas se ha atrevido a pasar de las fantasías húmedas en cuanto a la posibilidad de estatalizar las energéticas, y ningún partido de derechas trasladaría a la luz diurna las ensoñaciones de sus poluciones nocturnas sobre la posibilidad de desmantelar la sanidad pública. Los márgenes son mucho más estrechos ahora. Los votantes apenas deciden el destino del 5% de los presupuestos generales. Eso es todo.
Al principio de “El proceso”, Joseph K trata de entender y descifrar el intrincado galimatías de la ley, hasta que comprende que más allá de toda defensa razonable, o de cualquier argucia legal a la que pudiera recurrir, su destino estaba sellado desde el principio y su culpa era indeleble. En “Sombras y niebla”, de Woody Allen –la más kafkiana de sus películas-, el protagonista es conminado por las distintas facciones que operan en la ciudad a tomar partido; pero el judío Kleinman protesta angustiosamente: “¿Cómo puedo decidir? ¡No tengo suficientes datos!” Sus protestas son inútiles, el fanatismo y la estupidez, cara y cruz de la misma moneda, exigen militancia y adhesión incondicional. Tanto Kafka como Woody Allen son demasiado inteligentes como para echar la culpa de sus tormentos a una opción política determinada o a una estructura de poder en concreto. El mal del mundo –ellos lo saben-es mucho más que su pasajera materialización en un grupo en particular; aunque ciertamente, algunas de esas encarnaciones han resultado ominosas.
Si los populistas de izquierdas hubieran leído el “Viaje al fin de la noche”, de Céline, entenderían que la mayor parte del mal del mundo no depende de las estructuras económicas ni de la voluntad de poder de ciertas clases dominantes, sino de la maldad humana, equitativamente repartida en todos los estratos de la sociedad:
La gran derrota, en todo, es olvidar, y sobre todo lo que te ha matado, y diñarla sin comprender nunca hasta qué punto son hijoputas los hombres.
Para Céline, a diferencia de Ayuso, Pedro Sánchez no es el único grandísimo hijo de la fruta. Por otra parte, si quienes enarbolan la biblia como estandarte de su orientación política, en Estados Unidos o en España, conocieran el pensamiento de Tolstói, quizá llegarían a entender que resulta casi imposible ser coherentemente cristiano y, al mismo tiempo, muy de derechas; por mucho que también admiremos a su paisano y gran rival, el paradójico y apasionado Dostoievski. Siempre he encontrado fascinante y reveladora la correspondencia entre el conde de Yásnaia Poliana y Pobedonostsev, procurador del Santo Sínodo. Esto fue lo que el principal consejero del zar Alejandro III -el mencionado Pobedonostsev- escribió a Tolstói cuando éste solicitó clemencia para los rebeldes que habían atentado contra Alejandro II.
Al leer su carta, observo que su religión no es la misma que la de la Iglesia y mía, y veo también que su Cristo no es el nuestro. Mi Cristo es el Dios de la verdad y de la fuerza, el que cura a los débiles; en su Cristo no encuentro sino a un Dios débil en sí mismo y que debe ser protegido.
Tolstói era un socialista pacífico, no revolucionario. Es decir, pretendía ser un cristiano consecuente, aunque moriría en el intento, según propia confesión, sin lograrlo. Y es que de hecho, la inspiración de toda la izquierda política, con sus sueños de igualdad y fraternidad, proviene del horizonte utópico del cristianismo milenarista de Joaquín de Fiore y sus herederos. Entre ellos los “Cavadores” y los “hombres de la Quinta Monarquía” durante la Revolución inglesa. Que el socialismo es cristiano, lo sabía Antonio Escohotado (“Los enemigos del comercio”) y lo sabe Tom Holland (“Dominio”), y también lo sé yo, después de haber leído a estos y a muchos otros; pero lo ignoran los jinetes madelmanes de Vox, cuya inteligencia está un poco por debajo de la de sus monturas. O como diría Unamuno, tienen los cojones en el cráneo. Y, desde luego, lo ignoran también las epicenas y alegres criaturas del mundo de la abeja Maya que revolotean en torno a Sumar, Podemos y otras marchitas flores del 15 M.
Es mucho lo que podría enseñar la literatura a los políticos, desde Diana Morant a Mayor Oreja. Y al electorado… también. Por ejemplo, que “vivir es caminar breve jornada, y muerte viva es, Lico, nuestra vida”, el tempus fugit en los sonetos de Quevedo, la vertiginosa velocidad a la que se nos va la vida, y que nada de lo que haga un gobierno u otro va a aminorar para impedir que te hagas vieja o viejo, y te duela todo, y descubras que tu vida ha sido desilusión, rupturas y mucha, muchísima frustración. Asumir la dimensión menos publicitaria de la existencia reduciría el espacio que ocupa la política en las RRSS, en los medios y en nuestra mente. Pero esto es algo que en realidad no interesa a casi nadie, porque obliga a enfrentarse con la verdad.
También hay mucha y muy buena literatura que ayuda a encontrar esa misma verdad profunda detrás de la trama de intereses, colusiones y revanchas que genera continuamente y en toda época la lucha por el poder. Primero hay que citar a Shakespeare (Ricardo III, Julio César, Macbeth…) quien nos conduce directamente al ya citado autor de “Los demonios” –una de las cimas insuperables sobre la maldad que puede segregar la persecución fanática de la utopía- y éste, a su vez, a Camus y a “La peste”, una de las cumbres narrativas del siglo XX. Orwell y Arthur Koestler son ineludibles para entender los horrores del comunismo, pero habría que añadir muchos otros títulos, como “La condición humana”, de Malraux. Y quien quiera entender cómo fue acunada y amamantada la sevicia del nazismo, debe prepararse para una inmersión profunda en “Doctor Faustus” de Thomas Mann. Hay mucho más, por supuesto, pero las obras y autores aquí consignados darían para una buena propedéutica en el terreno de la literatura política.
Miro a mi alrededor, en esta prórroga de la vida en la que me debato intentando superar mis propias contradicciones, y lo que veo se parece mucho a las playas de Normandía en “Salvar al soldado Ryan”. Un profesor universitario casado con una doctora en medicina profundamente deprimido y sometido a medicación psiquiátrica. Una contable fatigada que lleva toda la vida en trabajos alienantes y ha pasado por varios despidos. Un enfermo de cáncer que sufrió muchos años de explotación laboral y lucha hoy con bravura por dar sentido a su vida con la enfermedad. Un joven profesor de secundaria cuya esposa, incapaz de asumir la tragedia de tener una hija autista, le pide el divorcio. La madre enferma y solitaria de un amigo mío que murió alcoholizado. Ilusos que se aferran a los cursos de meditación o a los manuales de autoayuda. Insatisfacción sexual y laboral. Incomunicación… Nada de lo que cuento en este párrafo es inventado, está pescado al vuelo en la corriente del río revuelto de mi experiencia más inmediata, créanme. Y la mayor parte de estos horrores apenas guardan una relación muy escasa y remota con la política. Es cierto que la literatura tampoco soluciona las desgracias, pero permite distinguir mejor al verdadero enemigo. Y luego, claro, está esa frase de Houellebecq, que tiene más de seria admonición que de broma: “No leer es peligroso. Obliga a conformarse con la vida”.