Algo de todo eso venía manteniendo su eterna juventud desde hace treinta años en una pequeña pero selecta librería que cerró sus puertas hace un par de semanas, con el mismo nombre y desde el mismo espíritu. En la Parte Vieja donostiarra, una isla de conocimiento heterodoxo y feliz resistencia. Al frente, un filósofo adscrito al gay saber y la gaya ciencia, Txema Conde. Pero, sobre todo, un librero a la antigua usanza, un consejero ilustrado, un prescriptor empático.
La cuestión de la prescripción, el consejo, el criterio, resulta decisiva en el mundo actual. Hiperedición, hiperelección. Plétora editorial, interfaces digitales. ¿Y qué? Ningún algoritmo de Amazon puede alcanzar la sutileza de un librero que, además de sus libros, sabe leer a las personas y poner en su mano ese que están buscando sin saber que existe. Así sucedía con Txema. En el exquisito vocabulario de su librería sólo faltaba una palabra: cliente. Todos cuantos cruzaban las puertas de Preste Juan, ya eran amigos.
Amiga de los libros bien podría ser otra de las notas distintivas de tantas ciudades, como mi San Sebastián, si alguien se ocupara en trabajarla. Un ejemplo cercano: Bayona. En su web municipal se promocionan sus librerías independientes poco menos que como un valor nacional. Sucede desde 2007, desde que un editor excepcional, Gallimard, creó la etiqueta LIR -Librerías Independientes de Referencia- para defender la singularidad, no ya de sus libros, sino de los libreros con criterio.
¿Qué vas a esperar de un país de finos gourmets, cuya única inquietud metafísica es averiguar si hay vida más allá de la salsa velouté?, dice un personaje de la novela que estoy escribiendo. Al menos en la despedida de Txema, hubo una nota de “finezza”. A falta de alcaldes o concejales, ahí estaba el Orfeón Donostiarra cantándole el Agur Jaunak.
Otra librería que se nos va, sin que nadie parezca lamentarlo. Qué solos se quedan los libros, allá en el reino mítico de Preste Juan.
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