«El conde duque de Olivares accedió al poder sin experiencia de gobierno en 1622 y dominó la política española durante dos décadas. Su controvertida figura ha sido duramente criticada desde el mismo momento de su caída. El balance aparente de sus años de gobierno sería catastrófico, iniciando el eterno declive de España y su imperio. Sin embargo, la visión que aquí nos ofrece Manuel Rivero de esos años es tan sorprendente y revolucionaria como el propio proyecto del valido. Desde el principio puso en marcha unas reformas, que el autor tilda de revolución cultural, con unos valores morales que pretendían un cambio de mentalidad hacia la virtud estoica, la frugalidad y el mérito. Rivero nos guía, con un estilo ameno y riguroso, por los complejos pasillos del poder en el siglo XVII, para devolvernos una imagen fresca y sorprendente de nuestro pasado. En la corte y en las calles de Madrid, entre los grandes virreyes americanos, en las expediciones de misioneros a Japón o en las conflictivas fronteras europeas del imperio. Las sorpresas de esta obra incluyen un giro inesperado en la valoración del legado de Olivares y su supervivencia mucho más allá del fin de la dinastía de los Austrias. El epílogo, donde se desnuda definitivamente la autoría del Gran Memorial, es una lección de cómo se hace historia».
Este libro presenta una muy importante bibliografía, necesaria y enaltecedora. El hecho dimisionario se comienza a gestar en las fiestas de la Navidad de los años 1642 a 1643, donde, típico de las Españas, comienza a tejerse la imperturbable rumorología. Su ingente cantidad de enemigos deseaban, sensu stricto, un cese fulminante por parte del Rey Felipe IV de Habsburgo, o incluso una conjura que lo dejase a los pies de los caballos de los españoles, que le odiaban cordialmente, pero él iba a dejarlos burlados, dimitiendo y jubilándose pura y simplemente. Hasta tuvo la inteligencia de no ofrecer al chismoso pueblo madrileño, del momento histórico narrado, el disfrute de verlo abandonar el Alcázar por la puerta principal, sino que lo hizo por la puerta de atrás, y en un coche aparejado ad hoc. El conde-duque se dirigió, tranquilamente, hacia su retiro privado sito en el pueblo de Loeches. A priori habría solicitado al monarca que le permitiera irse hasta Sanlúcar la Mayor, pero Felipe IV deseaba tenerlo cerca como consejero regio privado, ya que le consideraba imprescindible. Este último día en palacio le resultó terriblemente complicada y dolorosa, ya que sus patologías ya no le dejaban vivir con comodidad, estaba muy obeso, por lo tanto, su desplazamiento era particularmente dificultoso, además parece ser que presentaba una dolorosa e importante hernia inguinal. Su hiperuricemia o gota estaba en su apogeo, ya que salvo las sangrías no había ningún remedio médico eficaz, y los regímenes alimenticios no se contemplaban. Sea como sea, en estas condiciones debía ser trasladado en una silla de mano por todas las escaleras del palacio real. “Abatido, hinchado, cetrino, con fuertes dolores abdominales y sin poder mover las piernas, firmó sus últimos despachos y entregó las llaves de escritorios y armarios…Sin duda, sus asistentes respiraron tranquilos al verlo partir para un merecido descanso”.
El cese no existía, ya que su esposa seguía siendo la camarera mayor de la reina, su sobrino, Luis de Haro, que consideraba estaba ya preparado al efecto seguía, y el soberano decidió ser ‘valido de sí mismo’. Este hecho referido a que el conde-duque había recomendado, de continuo, al soberano sobre que debería gobernar motu proprio, deja bien claro lo poco que se conoce, en las Españas, la idiosincrasia del magnate al que me estoy refiriendo. El Rey Felipe IV se vio obligado a escribir a todas las autoridades del momento, para indicarles que él asumía, de momento, las funciones de gobierno y, por consiguiente, deberían dirigirse a él, aunque todavía no estaba muy convencido de trabajar. “Él ha partido ya, apretado de sus achaques, y yo quedo con esperanzas de que con la quietud y reposo cobrará salud para volverle a emplear en lo que conviniere a mi servicio”. Los españoles se quedaron atónitos, pero no hubo ninguna reacción, se había producido un cambio de 180º, pero parecía que todo seguía como siempre. Como un número apreciable de ciudadanos no le querían ni poco ni mucho, ante el silencio indubitable del propio valido, no se atrevieron a expresar su alborozo porque aquella persona tan poderosa, y que tantos errores había cometido, por su innata soberbia, aquel al que denominaban como un déspota se había ido definitivamente y, consiguientemente, ya no tenía el poder necesario para asustar o domeñar a nadie; el pueblo se atrevió a compararle con el emperador romano Nerón.
Tal era así la cuestión que: “…En febrero de 1643, un tal Andrés de Mena se atrevió a llevar a la imprenta un memorial en el que pedía someter a visita (es decir, a auditoría) el ministerio del conde duque; consideraba que, dado el mal estado en que había dejado todo, era preciso examinar sus decisiones y exigirle responsabilidades penales por su mala gestión”. Para ello, era preciso contar con el beneplácito del monarca y, estaba claro, que Felipe IV le consideraba como su amigo, y le agradecía lo que consideraba que había realizado a lo largo de su carrera política, por lo que no iba a atender ese ruego popular de aceptar el juicio contra el conde-duque. Hasta tal punto fue así la cuestión, que ordenó la represión contra Andrés de Mena y, de paso, contra todos aquellos que diesen difusión a ese texto; el magnate jubilado era su amigo, y la tolerancia contra cualquier tipo de crítica en su contra sería inadmisible e inaceptable. El conde-duque se vio obligado a responder con un libelo, escrito posiblemente por su amigo Francisco de Rioja, y titulado: ‘Nicandro o Antídoto contra las calumnias que la ignorancia y envidia ha esparcido por deslucir y manchar las acciones del conde duque de Olivares después de su retiro’. Con este acercamiento, estimo debo recomendar esta obra, estupenda sobre el Conde-Duque de Olivares, y escrita por un especialista. ¡Sobresaliente! «Roma omnia venire. ET. Urbem venalem et mature perituram si emptorem invenerit».
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