La tragedia de la apariencia
Ya Aristóteles en El arte poética (Espasa-Calpe, 1948, 2da. edición, 146 páginas; traducción directa del griego, prólogo y notas de José Goya y Muniain) entiende que Edipo rey es una de las cumbres de la tragedia griega: “La revolución [peripecia] es, según se ha indicado, la conversión de los sucesos en contrario; y eso, como decimos, que sea verosímil o forzoso. Así en el Edipo, el que vino a darle buenas nuevas, con intención de quitarle el miedo de casarse con su madre, manifestándole quién era, produjo contrario efecto… (…). El reconocimiento más aplaudido es cuando en él se juntan las revoluciones, como acontece en el Edipo. (…). El reconocimiento empero más brillante de todos es el que resulta de los mismos sucesos, causando admiración los lances verosímiles, cuales son los del Edipo de Sófocles…”.
En texto tan temprano como Introducción al teatro de Sófocles (Losada, Buenos Aires, 1944, 205 páginas), la eminentísima crítica argentina María Rosa Lida postula una lectura posible de Edipo rey tal como si fuera un policial clásico, a condición de saber que el protagonista es, a un tiempo, el tenaz investigador y el inequívoco culpable.
La definición más aguda y pertinente de tragedia como género y concepto la proporcionó Hegel: “Para lo trágico auténtico es menester que las dos potencias en lucha estén justificadas cada una por su parte, que sean éticas". Vale decir, que a cada una de las partes les asista algo de razón; es condición de la emergencia de la libertad que salga a la luz la oposición, por ello la eticidad griega se halla radicalmente escindida: sobre ese fértil suelo crece la planta de la tragedia. “La sustancia se escinde, pues –sigue diciendo Hegel-, en una sustancia ética diferenciada, en una ley humana y otra divina.” Edipo, quien alguna vez supo resolver el enigma planteado por la Esfinge que asolaba Tebas, desconoce, ¡dramática paradoja!, su propio destino y, al serle develado, se enfurece consigo mismo y se enceguece. Por lo tanto, se puede decir junto con Landaeta Mardones y Arias Krause (“La interpretación política de la tragedia griega en Hegel”) que la conciencia de la culpa heroica “es la toma de conciencia frente al hecho irrevocable al que se enfrenta el sujeto clásico, como una voluntad inexorable.”
No es, con todo, el hombre un mero juguete de un destino funesto, ominoso o nefasto. Un aspecto sustancial de la cosmovisión griega es su firme creencia en la razón; jamás dudaron de que el decurso del universo no era producto del azar, sino susceptible de una explicación; la tragedia griega está forjada sobre esa fe. Aquello que Sófocles transmite con meridiana claridad es que aun en el seno de la más compleja combinación de acontecimientos se alza un orden de la razón, un límpido designio, aunque los meros mortales no podamos comprender sus causas y sus alcances: Apolo pudo vaticinar lo que sería la vida de Edipo; con incontestable sabiduría, el oráculo le aconsejó a Layo que no tuviera descendencia; el oráculo ve con claridad aquello que el hombre ni siquiera llega a vislumbrar.
Como bien señala James George Frazer en ese libro cardinal para la cultura que es La rama dorada (Fondo de Cultura Económica, México, 1956), las leyendas de niños abandonados se remontan a América o a África: al primogénito se lo castiga con una prohibición; en el caso de sobrevivir, comprometerá la existencia de su padre y si, además, el tal padre es el rey de la tribu, comprometerá la existencia del pueblo en su totalidad: no resulta difícil elucidar en este relato atávico las líneas principales que informarán la historia de Edipo. El mito de Edipo, pues, reconoce antecedentes arcaicos desde donde parte Sófocles para transmutarlo en muy disímil sustancia. Como advierte de modo impecable Pierre Grimal en La mitología griega (Paidós, Buenos Aires, 1991, 123 páginas): “Para expresar esto, Sófocles tuvo que transformar los datos legendarios, desechar tal o cual episodio, esta o esa versión, incompatibles con la experiencia única que instituía. En sus manos, el mito tomó forma, y de la arcilla amorfa que le ofrecían las tradiciones elaboró un Edipo inmortal.”
Si en la esfera ética, una de las aspiraciones centrales del temperamento griego era la consecución de la phronesis (la prudencia, la templanza, el imperativo precepto de pensar antes de actuar), una prescripción, como consigna acertadamente Kitto en Los griegos (Eudeba, Buenos Aires, 14ª. edición, 1984), que emanaba de la clara conciencia de que era un hombre propenso a todos los extremos, la correspondencia del tal concepto en el arte era la armonía, tanto en los rasgos exteriores como en los repliegues de su esencia última. Inclinado a todos los extremos, el espíritu griego (y se podría aventurar sin margen de error: el de todos nosotros) es el teatro de operaciones donde se libra el combate entre las fuerzas dionisíacas y las fuerzas apolíneas, entre lo que es y lo que debe ser, entre el arquetipo y su degradada caricatura. O para decirlo en las palabras que Ovidio pone en boca de Jasón en el Libro VII de Las metamorfosis: “Sé qué es lo mejor y lo apruebo, pero hago lo peor.” En esta tensión de dialéctica impronta se desenvuelve la tragedia griega, en el interior de un desgarramiento de origen doble: por un lado, los modelos apolíneo y dionisíaco. Y por el otro, precisamente, la figura del dios Dionysio. Según consta en La rama dorada (capítulo “El dios moribundo”), Dionysio pertenece a la estirpe de dios mortales y renacientes, y como observa el célebre helenista Gilbert Murray en Eurípides y su época (Fondo de Cultura Económica, México, 1949, 169 páginas), siguiendo la opinión ortodoxa sobre el origen del género, el ritual dionisíaco se halla en el fondo de la tragedia.
¿Quién es, al cabo, Edipo? Un desafortunado buscador de la verdad, de la aletheia: palabra conformada por la privación a y el verbo lantano: permanecer oculto. Como bien observa Carlos García Gual aludiendo a Heidegger, la verdad, pues, no es algo dado, sino algo que hay que descubrir y comprobar, algo que necesariamente hay que des-ocultar. Al modo de una exquisita paradoja, Edipo paga el desocultamiento con el precio de su ceguera.
Por ello es tan pertinente que en Introducción a la metafísica (Nova, Buenos Aires, cuarta edición, 1977, 241 páginas), Heidegger destaque: “(…)… la interpretación del Edipo rey como ‘tragedia de la apariencia’ constituye una grandiosa contribución”; la contribución a la que se remite Heidegger se encuentra en el Sófocles, de Reinhardt, luminoso ensayo publicado originalmente en 1947. El concepto de “apariencia” no se debe leer aquí, por cierto, como “encubrimiento” o “embozo”, sino, al contrario, como “revelación”. Así, Heidegger continúa discurriendo en su desarrollo: “(…)… el parecer es como una variedad del ser, tal como las caídas. Es una variedad del ser, entendido éste como lo que se presenta en sí mismo erguido y en posición vertical. Ambas desviaciones del ser mantienen su determinación a partir del ser concebido como constancia de lo que está a la luz, es decir, del aparecer. (…)… al ser mismo, en cuanto aparecer, le corresponde la apariencia. Luego, el ser como apariencia no es menos potente que el ser como desocultamiento. (…)… el hombre se mueve en un triple mundo, en el que están ensamblados el ser, el desocultamiento y la apariencia. (…)… pertenecen necesariamente al ser tanto la verdad, en el sentido del desocultamiento, como la apariencia, en tanto determinada manera de mostrarse naciente” (el énfasis corresponde al original). La apariencia como el aparecer y la caída: los dos polos entre los que transcurre la existencia del rey de Tebas; cuando Edipo cae es el momento exacto en que se muestra (se revela) naciente. Para Heidegger, el acontecer del desocultamiento “no es otra cosa que el acontecimiento del estado de pavor” (ob. cit.); verbi gratia: Edipo, el sujeto empavorecido al serle revelada su estirpe.
El sacerdote de las musas
Una de las indagaciones más esclarecedoras y penetrantes en torno a la poesía de Hölderlin se le debe al filólogo y teólogo argentino Carlos Alberto Disandro en su ensayo titulado Lírica del pensamiento – Hölderlin y Novalis (Universidad Nacional de La Plata, La Plata, 1971, 233 páginas). Para nadie es secreto el arraigo helénico que exhibe el lirismo hölderliniano, de lo cual da cuenta, entre otras cosas, su empeño por traducir a sus dos poetas preferidos: Píndaro y Sófocles; no en vano, tal y como lo formula Píndaro, para Hölderlin también el poeta es, entre otros atributos y tal vez, sobre todo, un sacerdos musarum: un “sacerdote de las musas”, que termina de consumar el vínculo con la pura naturaleza en un acto conciliatorio con los dioses tutelares de la creación. Disandro afirma con plena pertinencia: “En Hölderlin, la consagración a la Musa tiene algo de originariamente helénico, algo que retempla en la modernidad la vigencia de aquel soplo que los griegos llamaron inspiración” (ob. cit.). Asimismo, escinde la producción poética de Hölderlin en tres períodos hímnicos; en el ámbito del tercero de ellos, señala Disandro, “reaparecen las tensiones entre helenismo y cristianismo”, un tercer momento en el que el poeta se aboca a buscar “un nivel en el que convivieran Dionysos y Cristo.” En esta sagaz apostilla de Disandro habría que poner de relieve, al menos, una peculiaridad: Hölderlin ya no aspira a hallar la harto difícil conjunción entre los modelos apolíneo y dionisíaco, sino que se dirige a la consecución de una confluencia que bien puede estimarse imposible: Dionysos y Cristo.
Todo parece indicar que el poema intitulado “En el amable azul…” pertenece al tercer período al que alude Disandro: no se extrajo del original manuscrito del poeta, sino de una reproducción que realiza su amigo Wilhelm Waiblinger, quien redactaría, a la postre, la primera biografía de Hölderlin. Pocas dudas pueden caber respecto a la autenticidad de la obra, pues todas y cada una de las partes resultan acordes con el resto de la producción del poeta. Es en una de las estrofas de “En el amable azul…” donde Hölderlin menciona a Edipo: “Si uno mira en el espejo, un hombre, / y ve su imagen, como pintada; / es como el hombre. / Ojos tiene la imagen del hombre, mientras tiene luz la luna. / El rey Edipo tiene tal vez un ojo de más. / Los dolores de este hombre / indescriptibles, inexpresables, inefables parecen. / Es por esto que el drama lo representa.” Séanos concedida una lectura probable (y falible, como toda lectura tentativa): el poeta se contempla en el espejo y quien le devuelve su imagen es Edipo, quien tiene un ojo de más: el ojo que nos obliga a un repliegue sobre nosotros mismos en la vislumbre de una mirada que ya no se despliega hacia el afuera, sino que se interioriza hasta la desnudez del sujeto; una mirada impiadosa, insobornable: el ojo sin párpados ya no de Dios, sino de Edipo.
En palabras de Heidegger (Arte y poesía, Fondo de Cultura Económica, 1958, 115 páginas), “Hölderlin es para nosotros en sentido extraordinario el poeta del poeta”, y en la ya mencionada Introducción a la metafísica desarrolla brevemente una exégesis del poema “En el amable azul…” sosteniendo: “(…)… Hölderlin dijo estas palabras proféticas: ‘quizá el rey Edipo tenga un ojo de más’. Este ojo sobrante es la condición fundamental de todo grandioso preguntar y saber, y también su único fundamento metafísico.” El ojo de más (de Edipo) es aquel que interroga, interpela, inquiere, y se puede sospechar con sobradas razones que esa pregunta es la pregunta por el ser.
En ¿Qué es metafísica? (Siglo Veinte, Buenos Aires, 1974, 165 páginas), Heidegger asevera: “(…)… verum ese –ser verdad significa al mismo tiempo para Leibniz ser “en verdad”- ese simplemente.” En efecto, Edipo se yergue en su ser en el transcurso de un doloroso proceso de expiación y re-conocimiento; allí es donde, por fin, “es en verdad”, despojado de los velos, precisamente, de la ilusión óptica. Edipo es el espectador, el protagonista y el promotor de su propio drama. Su anagnórisis es trágica –emblemáticamente trágica- porque es la que le proporciona un tercer ojo con el que ve todo aquello que su ceguera, cuando sólo tenía dos ojos, le impedía ver. El tercer ojo de Edipo es el que lo precipita en su condición de paradigma del héroe trágico; es, incluso, su condición necesaria. Edipo comienza a ver cuando se abisma en la ceguera; con los dos ojos sumidos en las tinieblas, le crece ese “ojo de más”: es la mirada de la percepción trágica.