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"El último sonámbulo", de Pedro José Moreno Rubio

Olé Libros, 2024
lunes 18 de noviembre de 2024, 12:11h
El último sonámbulo
El último sonámbulo

En una entrevista que Pedro José ofreció hace solo unas semanas reveló que este El último sonámbulo (Olé Libros, 2024) fue concebido, o que el impulso para escribirlo surgió (después él mismo nos lo explicará), tras leer dos libros de dos poetas valencianos. Uno de ellos es Rosa María Vilarroig, y el poemario que le sacudió fue Isómero de sol- Inocuo (Olé Libros); el otro, es la antología poética de Antonio Mayor, miembro del Limonero de Homero, un libro de 800 páginas en el que se condensa una vida en la palabra poética y en la pintura.

Es sorprendente conocer ese dato, que El último sonámbulo nació espoleado por estas lecturas, porque son libros de más o menos reciente publicación y, ya se sabe cómo es esto de publicar, los tiempos editoriales, las esperas. Que se haya publicado este libro en 2024 significa que su composición fue casi un rapto. Una posible clave para dejarse llevar por este libro es entenderlo así, el resultado de un arrobamiento artístico convertido en efluvio expresivo.

Quizás por este motivo, o por lo difícil que resulta a veces poner título a un poema, todos los poemas de este libro son acéfalos, no llevan título. Los títulos, sobre todo en la literatura breve, son una ayuda catafórica de importancia capital, se convierten a veces en la llave que descifra el conjunto, en esa pequeña pista que nos guía y resuelve las dudas. Sin embargo, Moreno Rubio renuncia a ellos y en su lugar coloca números arábigos. Y aquí es pertinente formular la siguiente pregunta a los lectores: ¿los poemas de El último sonámbulo son 85, exactamente, ni uno menos ni más, porque 85 son los años que cumplirá su autor el próximo mes de junio? Porque, en ese caso, una lectura posible sería interpretar un poema por cada año vivido.

Los números, entonces, no serían solo cifras, sino coordenadas temporales, con aspiración cabalística si se quiere, que pueden connotar las edades de la vida; es decir, en los primeros 17 poemas (puesto que hay que dividir 85 poemas entre cinco partes) se podrían encontrar connotaciones sobre la infancia, en los 17 siguientes, sobre la adolescencia, en los 17 siguientes, sobre la madurez, y así sucesivamente hasta llegar al provecto estadio de la vejez.

Se ha dicho que Moreno Rubio ha renunciado a colocar títulos a sus poemas, pero no ha hecho lo mismo con los paratextos. A cada poema le acompaña una cita de un autor ajeno, 85 citas para 85 poemas, y encontramos una más, de Cervantes, antes del prólogo, así como una en cada una de las portadillas que dividen los bloques del libro. Si sumamos todas las citas obtenemos el número 91, teniendo en cuanta la interpretación numérica anterior, es posible que esta cifra tenga algún significado especial para su autor.

Este hecho, el de utilizar citas ajenas para acompañar a los poemas, además de ser un acto generoso, además de servir para enmarcar el poema (como decía el novísimo José María Álvarez), para aportar un contexto significativo, homenajear, recordar y posiblemente otras tantas cosas, deviene en una conversación constante con la tradición, el poeta referencia sus fuentes lectoras y, tal vez inspiradoras, en una suerte de nutrido e interesante coloquio con los vivos y con los muertos en el que encontramos muchos nombres de poetas contemporáneos, algunos de ellos valencianos, entre otras figuras célebres de la literatura universal.

Si recordamos anteriores títulos publicados por Moreno Rubio podemos deducir que estamos ante un poeta de la luz: No detengáis el alba, Donde nace la luz, Albriciador de auroras o Ebrio de luz, son solo algunos ejemplos. Nada más lejos de la realidad, en la poesía de Moreno Rubio, la luz, como elemento poemático, ocupa un lugar de relevancia. Hemos de apuntar que esto repercute casi siempre en lo que algunos críticos literarios denominan mediterranismo: el paisaje, el color, la intensidad de lo visual, adquieren entidad, profundidad y protagonismo. Pero esta luz, como elemento, en la poesía de Moreno Rubio posee una doble articulación, y es la luz como arquetípico símbolo universal.

Son muchas las culturas en las que la luz —digamos— que evoluciona de fenómeno físico a un arquetipo simbólico. Esta percepción se da en gran medida por un proceso metonímico de metáfora, ya que la luz y el vasto espectro de iridiscencias que propone, resulta de una significación icónica no solo para la poesía mística, sino para los textos religiosos. En este caso, es clave recordar el principio de la Biblia: «Hágase la luz», en el cual, este hecho de naturaleza cosmológica desencadena el incipit total de la creación, de la epifanía luminosa emanará el ser y su existir.

No debemos olvidar que Moreno Rubio estudió Humanidades y Lenguas Clásicas, pero también Filosofía y Teología, dirigió el periódico La Voz, de divulgación religiosa y en el año 1964 se ordenó como sacerdote, ejerciendo, además, como párroco en Abia de la Obispalía hasta principios de los setenta. Por tanto, la interpretación de la luz en la poesía de Moreno Rubio siempre oscilará entre estas dos lecturas.

El último sonámbulo, como título, evoca, por ejemplo, al último miembro de una estirpe en extinción, pero no de una progenie cualquiera, ni más ni menos que la de los sonámbulos, esos seres subyugados por un estado de trance, entre la vigilia y el sueño, que los somete y en el que son propensos a ser afectados por lo inefable. Entramos en el mundo de lo onírico, la lógica y la realidad ya no son tales, todo puede ocurrir.

En cuanto a la tradición sonámbula en la literatura, damos enseguida con García Lorca y su “Romance sonámbulo” y con la esposa del Macbeth de Shakespeare, pero si tiramos del hilo y seguimos el rastro de estos errantes nocturnos y somnílocuos encontramos referencias también en la ópera (La sonámbula, de Bellini) y en el cine, como es el caso de la excelente película El gabinete del doctor Caligari, culmen del cine expresionista alemán, donde un hipnotista manipula a un sonámbulo para que asesine a quien le ordene.

Un caso paradigmático, y hablando ahora de pintura, es el del británico Lee Hadwin, a quien se le diagnosticó sonambulismo, un hombre que pinta solo durante la noche y asegura no recordar nada al despertar. En este mismo ámbito de los pigmentos y las formas podemos citar también el cuadro El sonámbulo, de Eduardo Livadioti.

Y hablando del arte plástica, merece especial atención la imagen que esplende en la cubierta del libro, un diseño de Carlos Mayor, cuanto menos, inquietante. Un rostro humano compuesto por la vetusta y agrietada madera de un árbol. Una interpretación de esta composición es una metáfora o analogía, si se quiere, de la fusión entre el ser humano y la naturaleza: tema este de especial relevancia en la poesía de Moreno Rubio.

En varios poemarios de este autor se desarrolla esta idea de hibridación, no como un capricho estético, sino como corolario de un camino ascético, el ser consume su vida en un trayecto hacia la perfección y, al igual que la filosofía oriental, la naturaleza se entiende como una extensión de Dios. Un ejemplo de ello lo encontramos en la página 47, donde el poeta nos dice: «Yo estoy aquí, / inmerso en el paisaje, / desnudo el cuerpo y tensa la mirada / sintiendo el tacto puro de las cosas».

En ocasiones, de forma inconsciente o no, los poetas colocan en el primer poema del libro, en ese pórtico, un poema propedéutico, y en ese poema se encuentra, de alguna forma, la esencia del libro. El texto inaugural nos habla del acto de leer, es un poema metaliterario, pero es también una apelación a la otredad, una alocución al otro, por tanto, es dialogístico, busca una conciencia ajena para comunicarse.

Ambas cosas, metaliteratura e interpelación están presentes durante todo el poemario. Si el hecho de escribir es un buen motivo para escribir sobre ello, también lo es el hecho de leer. Ambas cuestiones son versadas y pensadas en este libro con la misma naturalidad con que el poeta describe un amanecer, sus recuerdos o la orografía de su paisaje interior.

También se observa, fjándonos en cómo terminan los dos primeros versos, una permanente vocación de juego. La creatividad, decía Einstein, es una inteligencia divirtiéndose: «Abres el libro / y ya te sientes libre». Libro y libre consuenan en una aliteración que subraya con su prosodia el vínculo existente entre el arte y la pulsión liberadora y empoderadora que ejerce sobre nosotros. «El ojo avanza», continúa diciendo el hablante lírico en un alarde continuo de metáforas y símiles, «hasta encontrar el mágico equilibrio».

Ese equilibrio inexplicable es aquí una perífrasis redonda, una etiqueta que podríamos colocar a asuntos tan trascendentes como el punto álgido del poema, la madurez humana, experimentar sosiego en el caos o una catarsis misma. Por supuesto, Mágico equilibrio podría haber sido también el título del libro, pues las fuerzas interiores del poeta se balancean con las tiranías del lenguaje y de la lógica para alcanzar una estabilidad que solo explicamos al sentirla.

En este poema inicial también encontramos un verso escrito en tipografía cursiva, señal de que el autor está tomando ese verso prestado de otro poeta. Es decir, que la conversación con la tradición se da a varios niveles. La literalidad de este verso: «para lo mismo repetir mañana», un último verso que remata a la perfección el conjunto, refiere a otro último verso que cierra un magnífico soneto de Lope de Vega, concretamente, el titulado “Qué tengo yo que mi amistad procuras”. Entre las rimas sacras que se conservan de Lope, es este un paradigma que se convirtió en oración para el directorio franciscano, ya que se utiliza como un mantra, un salmo curador: «¡Y cuántas, hermosura soberana, /
«Mañana le abriremos», respondía, /
para lo mismo responder mañana!».

Hay una beatitud ritual en ese cierre del poema que ensancha y engrandece el acto cotidiano, en el caso del poema de Moreno Rubio, con referencia a la lectura y todo lo que podemos obtener de ella: «Así, letra a letra, / hasta el momento en que (a)pagar / el ritual obliga / y exhausto caes en la litera insomne / para lo mismo repetir mañana».

Por si no ofreciese ya suficientes pruebas este primer poema para considerarlo propedéutico, se añade, además, una mención a un otoño metafórico que si se toma por un otoño real nos indica que durante la lectura nos dirigimos desde el otoño hasta el verano o la primavera. Nos dice el poeta en la cuarta estrofa: «Hoja tras hoja / todas van cayendo enlentecidas, quietas, / en apacible otoño y amarillo». Mientras que en el último poema del libro, esa inconfundible estación de las lilas, leemos: «Bébete todo el brillo del sol. / Busca un sitio seguro donde poner los pies».

Pero esta continuidad temporal señalada en estos poemas, que inauguran y clausuran el conjunto, se da también en el plano literal, hasta el punto de recuperar la idea del poemario escrito como un poema único, y si no, veamos lo que surge de encadenar los tres primeros versos del libro con los dos últimos: «Abres el libro / y ya te sientes libre. / El ojo avanza. / Y olvídate de todo lo que ya / puede ser solo barro».

La comunión entre los poemas es tal que este tipo de combinaciones se puede hacer en múltiples poemas y en la mayoría de ocasiones encontramos versos que se enlazan y completan llenos de sentido. Cuando este tipo de cosas ocurren en un libro no es debido al azar, sino a la consumación de un estilo de escritura que ha sido integrado al ser como parte indisociable, en este caso, el conjunto es indisociable, se erige como un todo que consuena y cada parte sujeta a la de al lado.

Pedro José Moreno Rubio nos confiesa en este libro, como ya hizo en otros, que ha vivido, y esa condición de la experiencia lo sitúa en una alta cornisa desde la que su verbo no es particular, sino universal, su universo cotidiano adquiere la trascendencia crepuscular de quien queriendo hablar, canta, y de quien queriendo nombrar a un pájaro, los condensa a todos en uno.

En una carta escrita por Juan Ramón Jiménez, desde Washington y enviada a Luis Cernuda, el poeta habla de “Espacio”, su última obra inconclusa, por vez primera, y se refiere a él como «un poema sin tema».

Ahora, hace tres años tengo en mi lápiz un poema que llamo ‘Espacio’ y sobrellamo ‘Estrofa’, y llevo ya de él unas 115 páginas seguidas. Pero sin asunto, en sucesión natural. Creo que en la escritura poética, como en la pintura o la música, el asunto es la retórica, ‘lo que queda’, la poesía. Mi ilusión ha sido siempre ser más cada vez el poeta de ‘lo que queda’, hasta llegar un día a no escribir. Escribir no es sino la preparación para no escribir, para el estado de gracia poético, intelectual o sensitivo. Ser uno poesía y no poeta.

Llegados a este punto es posible afirmar con convicción que Moreno Rubio es un poeta de lo que queda, no sabemos si se está preparando o no para no escribir y ser poesía, pero cuando uno le lee, lo que menos importa es el tema del poema. En este libro, quizás se trate de un único poema, lo cierto es que sus versos nos encuentran y prescriben una visión del mundo henchida de celebración.

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