“Con la guerra se acabó todo…, ya nada volvió a ser lo mismo…”- se la escapaba de cuando en cuando a mi abuela-.
Y de ahí no había quién la sacara por más que intentaras liarla preguntando lo mismo por mil caminos.
Como ella, mi abuelo, la boina calada y la palabra justa. No soltaron prenda de lo vivido, como si por no nombrarlo no hubiera existido, se conjurara o al menos se diluyera en el olvido.
Su generación, la llamada grandiosa, aprendió a la fuerza a callar, a servir, a resignarse, a olvidar.
El miedo, la prudencia y el silencio ganaron la última batalla de la guerra y esa fue la auténtica derrota.
“A mandar que pa eso estamos” solía decir mi abuela, con la cabeza gacha y los ojos en el suelo, como un mantra que, a fuerza de repetir, como el responso de San Antonio, parecía haber acabado por creerse.
Y así, obedeciendo, trabajando, sumando surcos en la frente y en la tierra, la vida se les fue escapando entre los dedos.
Y vosotros: “Ver, oír y callar”, repetía mi abuela como una letanía, tres verbos que sumaban lo que ellos hicieron durante años, cuando ser feliz se conjugaba solo en pretérito imperfecto.
Cientos de injusticias y humillaciones pasaron por sus ojos y oídos castrados, pero pocos dijeron esta boca es mía, nada extraño cuando tienes por cierto que si alzas la voz callarás para siempre.
Y así, en silencio, mirando de reojo a vecinos y cunetas, hablando en susurros, conteniendo la rabia y las palabras, la vida se les fue consumiendo.
“Servidora de usted”, decía mi abuela, con una sonrisa triste y ajena, a cualquiera que creyera que tenía algún poder para mandarla.
Con el miedo cosido en las enaguas y la esperanza escondida entre adobes, blanqueaban la ropa, cargaban carros, rozaban piornos, sembraban patatas, trillaban, segaban, engañaban al hambre, besaban el pan y enseñaban a callar. Sus hijos, como bien mandaos, forman parte de la llamada generación silenciosa.
Y así, en silencio, sirviendo, trabajando, entre pucheros, callos, carros, guadañas y sabañones la vida se les fue yendo.
Cuando acabaron los tiempos del dictado y vislumbraron la renacida libertad de la que solo se hablaba en casa y en voz baja, ellos, los más viejos, siguieron callando, desconfiando, con los ojos cargados de otro tiempo, disimulando aún cualquier atisbo de esperanza.
Hace unos años llegó a mis manos una foto. La maestra, como una gallina se mueve protectora entre sus polluelos. Mi abuela, junto a sus compañeras de tintero y pupitre, posan serias, solemnes, en la puerta de la escuela de Barajas. A pesar de sus humildes ropas y zapatos, en la frente alta, y la mirada firme, se nota que aún no ha pasado por allí la guerra.
Y no puedo evitar que se me vayan los ojos a una de las niñas, que, según me contó mi abuela, después de la guerra se marchó del pueblo. A su hermano, de 14 años, se le llevaron, junto a su padre una noche, y no volvieron. Al parecer sabía leer y decían que era demasiado despierto…
Poco después, su madre tuvo que marcharse a la capital buscando el anonimato “a servir a casa de unos señores”…
Ser un poco “rojos” les costó a sus tíos trabajar muchos años a pico y pala en Cuelgamuros, echando tierra, sobre la verdad y la historia…
Esa niña de la foto fue hija de la llamada generación perdida y hubiera sido madre de la del silencio, pero esa niña nunca tuvo hijos. Ella misma me contó que del miedo y la pena “se la retiró el período para siempre” y, avergonzada e incompleta, nunca se atrevió a casarse, ni siquiera a “hablar con nadie”, así llamaban entonces a echarse novio.