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"Trapecio", de Pedro López Lara: arquitectura, elocuencia y oficio

domingo 10 de noviembre de 2024, 08:07h
Trapecio
Trapecio

Tras la publicación de Incisiones y Cancionero, Pedro López Lara redondea (que no cierra) con Trapecio, publicado en Ediciones La Palma, su fecundo año poético de 2024 recordándonos la pujanza de su voz y la relevancia de su obra, que ya se ha convertido en una referencia en el panorama creativo actual no solo por el talento que acredita como autor, sino también por su labor entusiasta, autorizada y generosa de animación y difusión de la poesía.

Trapecio se asienta sobre una arquitectura poética fascinante primero por la numeración de los poemas, distribuidos en una primera sección en orden creciente del I al CIX, un vértice –nunca mejor dicho en términos de geometría– marcado por el poema CX y una segunda sección en orden decreciente del CIX al I. En segundo lugar, hay que tener en cuenta el número de versos de cada sección, en proporción igualmente creciente y decreciente: de uno a doce versos en la primera, un poema de un único verso en el vértice y de doce versos a uno en la segunda. A lo anterior se añade la simetría que se sigue en el número de poemas que tienen el mismo número de versos: uno de uno, nueve de dos, catorce de tres, veinte de cuatro, dieciséis de cinco, once de seis, diez de siete, ocho de ocho, siete de nueve, siete de diez, dos de once y cuatro de doce en la primera sección, a la que sigue de nuevo el vértice de un verso único, y exactamente al contrario en la segunda sección: cuatro de doce, dos de once, siete de diez, siete de nueve, ocho de ocho, diez de siete, once de seis, dieciséis de cinco, veinte de cuatro, catorce de tres, nueve de dos y uno de uno.

Cuál sea la interpretación numerológica o cabalística de este entramado, suponiendo que la haya, es algo que se me escapa. Si la dinámica fuera de más a menos y luego de menos a más, y no al contrario, podría pensarse en el movimiento pendular del trapecio circense. Tal vez presentando los datos en ejes de abscisas y ordenadas se revele el trazado del trapecio, o tal vez, simplemente, no haya nada de deliberado, geométrica o aritméticamente hablando, en esta urdimbre.

Debo decir que me siento como Tántalo a la hora de destacar los ejes temáticos del poemario, ante la cantidad de estímulos y sugerencias que lo surcan, y como de sugerencias estamos hablando, es evidente que la capacidad de sugerir solo es posible cuando se sabe responder a lo que nos sugieren las cosas, las personas, y las experiencias, y es igualmente evidente que López Lara sabe aducir esta respuesta. Veo además (y de nuevo, porque esta es una virtud recurrente en la obra del poeta) en Trapecio un ejemplo magnífico de la diferencia retórica entre la elocuencia y la locuacidad, desde el momento en que los poemas de este libro dicen mucho con una enorme economía expresiva, y algo así solo puede ser el resultado del oficio y del rigor estilístico. Y añado que López Lara tiene la capacidad de abordar y de verbalizar asuntos y objetos que a otros se nos escapan, virtud solo posible para quien demuestra intuición y perspicacia en proporciones equilibradas, como un don reservado a un visionario. ¿Quién, si no, puede llamarnos la atención sobre “la letra que no cuenta en los diptongos” (“La otra letra”) o sobre la singularidad evocadora de un adjetivo como “derrelicto” en el poema homónimo?

Veo también en Trapecio el ingenio verbal y conceptual, solo posible, insisto, cuando brilla el oficio, es decir, una técnica depurada que en buena medida se apoya en el juego: “Tal vez jugar con las palabras sea / una tarea más que un juego: una especie de misión / que no entendemos, pero nos apela” (“Algo más que un juego”). Veo igualmente la ironía que se puede permitir quien dispone de la inteligencia necesaria para desplegarla (véase el final de “La cenita de empresa”), y la contundencia, prerrogativa de quien se siente seguro de lo que dice, pero también de lo que ignora (“Hastío”, “La violada”, “Vértice”, Historias ajenas”, “Deposición”, “Común destino”, “No le demos más vueltas”, “Párvulo” o “Ya es hora”). Algunos de estos poemas son lo que Ramón Irigoyen espera que sea un poema en “Arte poética” (Cielos e inviernos, 1979): una pedrada en la sien. Así lo certifica, por ejemplo, la fuerza sentenciosa de “Deporte de riesgo” (“Fingir que sigues vivo es peligroso. / Si lo haces bien, pueden creerte”) o de “Discreción”, que cierra excepcionalmente el poemario: “Aquello que fue grande colapsa sin estrépito”.

Y veo en Trapecio la capacidad de asimilar la cultura, solo al alcance de quien, como López Lara, la posee en grado enciclopédico (“Degradación”, “Retrospecciones”), y, de forma muy especial, la invitación al desasosiego, la puerta abierta a la inquietud, la conciencia rotunda de los sentimientos y de las experiencias, elementos todos ellos reservados para quien precisamente atesora sentimientos y experiencias a veces trasformados en dolor, a veces en cicatriz, a veces –y vuelvo a decirlo– en lo que solo un visionario puede alcanzar a percibir (“El signo”, “Monstruo satisfactorio”, “Deliran a veces”, “Supervivientes”, “El cansancio viene de lejos”, “El rastro que dejamos”, “La herencia”, “Seguiré siendo el rey”, “Qué podremos decir”, “Comprobación”, “Blancura” o “Nuestra muerte”).

Nada de lo dicho agota, lo sé –y vuelvo al castigo de Tántalo– el inaprehensible inventario de este Trapecio, y renuncio deliberadamente a agotarlo. Puestos a no acertar, prefiero hacerlo por defecto que por exceso. Apelo al lector para completarlo o para reformularlo, sabiendo como sé, y lo reivindico, que el ejercicio merece la pena como pocos.

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