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Javier Marías
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LA NOVELA ESPAÑOLA DESPUÉS DE JAVIER MARÍAS

viernes 01 de noviembre de 2024, 22:21h

El presente artículo es un desarrollo o prolongación de otro anterior publicado en esta misma revista y que llevaba por título “Qué fue de mi generación”. Se trata de indagar qué ha sucedido con la literatura después del gran boom de la Transición, el de los años 80 y 90, etapa en la que en España se logra la alfabetización universal (de más de un 10% de analfabetos al final de la dictadura a menos de un 3% en el año 2000) y se disparan los índices de lectura con la llegada de la democracia.

Alberto Olmos
Alberto Olmos

Tratemos de acotar el asunto planteando una única y precisa cuestión. ¿Qué ha pasado para que después de la generación de escritores representada de modo emblemático por Javier Marías (Eduardo Mendoza, Muñoz Molina, Juan José Millás, Rosa Montero, Luis Mateo Díez…), aquellos que nacieron entre 1940 y 1960 y disfrutaron del respaldo constante de los lectores de su propia franja de edad, aparezca una nueva cohorte de autores (los nacidos a finales de los años 60 y principio de los 70) caracterizada por un marcado pesimismo en cuanto al desarrollo de su vocación?

Pero antes de enfrentarnos a la solemne categoría, descendamos a la colorida anécdota. Viajemos rápidamente a marzo de 2010. Mi novela premiada acaba de publicarse y en breve plazo sabemos que las ventas son algo más que decorosas. Antes del verano llega a las librerías la tercera edición y se confirma la adquisición de los derechos por una editorial extranjera. Sin embargo, hay otro libro en ese momento, publicado por Acantilado, que empequeñece el relativo éxito comercial de mis asesinos lentos. Se trata de una novela de corte apocalíptico, firmada por un autor desconocido de edad un tanto avanzada y nimbado por una favorecedora aureola proletaria. Al parecer trabajaba en una fábrica. Las ediciones de su libro se multiplican y las ventas ascienden a decenas de miles de ejemplares. Nunca llegué a leer esa obra. Las posteriores críticas fueron, en general, devastadoras y el autor en cuestión (por lo que puedo columbrar, una buena persona) se desinfló con los títulos siguientes hasta resultar descartado por la misma prestigiosa “editorial literaria” que lo había lanzado. El editor (un hombre de larga experiencia e intachable trayectoria) no pudo evitar este baldón al final de una carrera –murió muy pocos años después- por lo demás irreprochable y completamente dedicada a la publicación y difusión de excelente literatura. ¿Qué había sucedido? Para quien conozca los entresijos de la industria editorial en la etapa posterior a la crisis financiera de 2008, nada tiene este caso de sorprendente.

De hecho, lo que ocurrió es relativamente fácil de explicar. En el antiguo régimen editorial, aquel que alcanzó su madurez entre los siglos XIX y XX, con el ascenso de la burguesía como clase social dominante, los editores se habían transformado, en Europa y América, primordialmente en selectores y recolectores de literatura de calidad.

Es cierto que en la posterior etapa democrática cambiaron un poco las cosas, y cuando las clases trabajadoras empezaron también a leer, en la llamada sociedad de masas, la literatura se vulgarizó en alguna medida; pero incluso entonces convivieron, convenientemente separadas, esos dos tipos de producción editorial: la de alto valor artístico y la literatura de entretenimiento: novelas del oeste, eróticas, policiales etc. (Basta evocar, para ilustrar esto, la reveladora secuencia de la charla literaria en Viena, en la obra maestra de Carol Reed “El tercer hombre”). Sin embargo, en el actual estado de vulgaridad de la cultura -según la terminología de Javier Gomá- las barreras han caído del todo y la confusión es absoluta. Ya no son los editores, influidos y condicionados por la crítica, los que guían a los lectores hacia la “buena literatura”, sino que ahora más bien son estos últimos quienes, con movimientos tan imprevisibles e incontrolables como las estampidas de bisontes en las praderas del viejo Oeste, obligan a correr detrás o delante de ellos a los confundidos y exhaustos editores. Los pastores ya no pueden guiar al rebaño. El rebaño los atropella y los pisotea.

Para entender la razón de este caos debemos analizar el contexto. Me refiero a la decadencia de la cultura, de la sensibilidad y de la propia inteligencia en un Occidente arrebatado por populismos de toda laya (de la izquierda Woke al pseudofascismo) y a los estertores de una civilización cuyo poder declina y se enfrenta, no ya a su declive, sino a su probable extinción. En nuestro país, después de la floración artístico-libertaria de la Transición –de la que sólo queda el canto del cisne de Sabina y el cada vez más impostado cine de Almodóvar- la descomposición parece irreversible. Si observamos el panorama con prismáticos, desde las troneras del búnker, vemos suplementos culturales dirigidos por petimetres masterizados, críticos sin autoridad obedientes a intereses de grupos mediáticos o a distintos clanes políticos; mientras la prensa agoniza y sus viejas hienas pelean entre sí para repelar el costillar de la querella partidista. Proliferan editoriales cada vez más pequeñas que –so pretexto de plantear una alternativa al “sistema”- en realidad son viveros de vacuidad e irrelevancia con pretensiones de recóndita excelencia. Y los grandes sellos, dirigidos por palafreneros a sueldo de multinacionales –siempre con el hacha del despido brillando sobre su nuca-, publican novelas detectivescas, literatura de tema histórico o lacrimógenos testimonios de vida; últimos reductos de una depauperada ficción, tras la muerte de la “novela con mayúscula” anunciada hace años por Félix de Azúa. Para qué hablar de los panfletos progre-feministas-queer consumidos por los pobres neófitos que todavía atienden a las prescripciones que les llegan desde el triste y decadente País del sectarismo.

Así que lo de menos, me parece, en este ambiente mefítico y crepuscular, es que los premios literarios en España sean clamorosamente fraudulentos, como denunciaba por enésima vez Alberto Olmos en un reciente artículo. A propósito de esto, comparé en Twitter a nuestro crítico y novelista con esos japoneses escondidos en Guam que seguían librando una guerra que había acabado décadas atrás. No es que no tenga razón en su denuncia –le revientan las costuras de razón-, sino que a nadie le importa ya el tema. En España la corrupción es absoluta, ubicua y, por eso mismo, trivial.

Me enteré –habla, memoria- de la existencia de Olmos cuando quedó finalista del premio Herralde de novela, aquel lejano día en que lo ganó un tal Roberto Bolaño, ¿les suena? Como yo también era aspirante a novelista, no pude dejar de prestar atención a su beligerante trayectoria posterior. El tema recurrente de su Cursus Honorum ha sido (sigue siendo) el de la liquidación de la meritocracia literaria. Nos bastaría una gavilla de sus mejores artículos en El Confidencial para colegir que en sus primeras armas nunca se apoyó en algo distinto de su talento para destacar. Así que entiendo sus picos de adrenalina cuando detecta a los mediocres trepando y dejando un reguero de baba por los azulejos de la cocina, como caracoles escapados de la olla. En los últimos tiempos hemos desarrollado cierto grado de complicidad tuitera germinada entre la bella solidaridad y la más oscura, pero ineludible, lógica de la colusión: si tu enemigo es mi enemigo... Ambos hemos pasado por las misma Horcas Caudinas. Veníamos a luchar paladinamente en la arena literaria suponiendo que las reglas del juego –la exigencia de una prosa virtuosa, la calidad de página, la originalidad de las ideas, el arbitrio eficaz de la crítica- seguían vigentes. Pero ni por asomo. Hoy se publica todo. Cualquier escribidor, apoyándose en estructuras político-culturales, recurriendo a enfoques convenientes (progres, buenistas) o a localismos pesebriles, sella sus libros en editoriales principales, si sabe lamer con diestra lengua los traseros adecuados. Aunque sólo venden masivamente las estrellas televisivas, las autoras de folletines o novela histórica (no era empresa fácil caer por debajo del nivel de mi paisana Matilde, pero lo están logrando) y los charcuteros de narrativa negra serializable. Entre tanto, escritores de verdadero talento (Calcedo, Orejudo, H. G. Navarro) brillan por su ausencia. En resumen: no puedes convertirte en referente literario cuando ya nadie lee literatura.

Hablé unos minutos sobre Olmos con Jorge Herralde en 2007, en Molina de Segura (estaban presentes Sergi Pàmies y Manuel Moyano) y osé plantearle, al legendario editor, en mi papel de intrépido gacetista, la cuestión de si no era incoherente lanzar a un autor muy joven para luego desampararlo. Casi no recuerdo la respuesta, ni creo que importe hoy. Además, me parece que la denuncia de la degeneración editorial –reflejo de la de la sociedad- no sólo ha dejado de tener sentido, sino que resulta contraproducente. Es mejor que continúe y lleguemos cuanto antes al final de las vías, aunque desemboquen (como en Stardust Memories, de Woody Allen) en un vertedero. Es evidente que somos una generación de adolescentes cincuentones, nietos de abuelos cainitas, ciudadanos de una democracia genéticamente corrupta otorgada por un dictador. Los chicos del Kronen carecemos de fe o convicciones, pero estamos bien nutridos con la Nocilla de Europa y su bienestar remanente. Así que si disfrutas de una razonable seguridad económica, tienes familia y tiempo libre, e incluso gozas del evanescente “prestigio” de la literatura entendida como arte… de qué te vas a quejar. Yo prefiero imitar el heroico ejemplo de los violinistas del Titanic. Aunque lo nuestro se parezca más a tocar las variaciones Goldberg en un pabellón de oligofrénicos. Siempre cabe esperar el risueño milagro de que alguno escuche.

El tercer hombre
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