Se dirime entre cuatro variables: mantener un statu quo explosivo, permutar sus líneas rojas a conveniencia, desencadenar acciones de guerra dentro de un calculado equilibrio de acción-reacción y, finalmente, elevar el ancho de banda hacia una guerra de alta intensidad que excluya la destrucción mutua.
Aunque Israel lo fíe todo a su potencia de fuego y EE.UU. esté desplazando a la zona más portaaviones, ambos saben que su Cúpula de Hierro puede quebrarse si se ve golpeada por otra oleada de misiles, no dispersa, sino concentrada en puntos concretos. También saben que Hezbolá, cuyas milicias están mucho mejor pertrechadas que las de Hamás, ha multiplicado por diez el tamaño de su arsenal desde su última guerra con Israel, en 2006.
Vayamos más atrás en el tiempo. Tras la guerra de los Seis Días, en 1967, Israel ocupó el Sinaí, Gaza y Cisjordania. En el ’79 se retiró del Sinaí, pero mantuvo sobre Gaza y Cisjordania una ocupación que, en derecho internacional, en absoluto puede legitimarse como una anexión.
Volvamos a ese 2006: victoria electoral de Hamás en las zonas ocupadas. ¿Con el apoyo de quién? De Benjamin Netanyahu. Prefería una organización extremista en el poder, rápidamente calificada como terrorista, para legitimar su futuro plan de exterminio. Por más brutal que fuera la masacre perpetrada por Hamás hace un año, ¿cómo justificar los cuarenta mil cadáveres, en su inmensa mayoría población civil, sepultados entre las ruinas de Gaza? Crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad. Terrorismo de Estado.
Sabemos que la Carta de Hamás tiene como objetivo la destrucción de Israel. No queremos recordar que el Memorando Ben Gurion, 1941, instaba a eliminar el mayor número posible de palestinos entre el Mediterráneo y el Jordán.
Tiempos bien bíblicos los nuestros, con una variable: La ley del Talión, hoy, es una ecuación carente de incógnitas. Todo lo sabemos, todo lo toleramos.
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